Venga, no me jodas.
Es que no es sólo el día que nos pasamos eligiendo la mesa. Es el cuadro que montamos en el parking para meterla en el maletero; es la discusión con el vecino cuando "presuntamente" le rallamos la puerta al subirla por las escaleras; y son las aventuras y desventuras haciendo el sueco, o más bien tratando de entenderlo, mientras la montábamos. Y yo diciéndote que mutter era tornillo, que tenía que serlo a la fuerza, que sino no tenía ningún sentido, "¿cómo va a ser tuerca? ¿cómo narices piensas sujetar esa pata con una tuerca?", y tú erre que erre con que "quién es aquí la que ha estado tres meses en Suecia, bla, bla, bla" y "tuvo que montarse los muebles en el piso de alquiler, bla, bla, bla". Al final resultó ser tuerca, pero porque yo había visto mal la imagen y, bueno, también porque estos suecos se explican bastante raro, todo hay que decirlo.
El caso, que después de todas nuestras peripecias, con la dichosa mesa ya montada, la miras, me miras, la vuelves a mirar, tragas saliva y me dices que no puedes más.
"Sí, ha sido un día agotador" dije ajeno por completo a la explosión que estaba ocurriendo en ese instante en tu cerebro. "No, que no puedo más", pausa, "con esto, no puedo seguir así" y tragas más saliva. Ojalá me hubieras prestado un poco porque la mía se esfumó.
"A ver, que si no te gusta cómo combina la podemos cambiar por la otra", dije en piloto automático.
Uno no es tonto y sabe darse cuenta de que no hablabas de mesas, pero alguna remota parte de mi ser intentaba desviar el tema hacia otra realidad donde lo que ocurría era que, efectivamente, no te gustaba cómo quedaba el color madera ahumada con el beige del sofá. Luego rompiste a llorar y ya no hubo más realidades posibles. Y de verdad que lo siento, pero es que sigo sin entenderlo.
Cualquiera que hubiera visto la escena pensaría que quien te estaba dejando era yo. Cómo llorabas. Corrígeme si me equivoco, pero entre sollozos conseguí entender que nada era igual ya. Que ya nada es lo mismo. Que todo ha cambiado. Que todo parece distinto. Y así, con una destreza para los sinónimos como no había visto antes, continuaste mandándome el mismo mensaje durante quince minutos. Luego paraste un poco, te sonaste la nariz, y miraste de nuevo a la mesa. Entonces te sacaste de la manga un: "el caso es que queda muy bien, tenía razón tu madre", para inmediatamente después empezar a hacer pucheros de nuevo.
Que tienes miedo de equivocarte dices. ¿Y quién no?
Que la ilusión... bueno, que la ilusión... que tienes miedo de que, quizás, deberías sentirte más ilusionada, como con más mariposas, como con ese cosquilleo que aparecía con cada beso al principio. Que llevas mucho tiempo dudando sobre lo que sientes y sobre todo sobre cómo lo sientes e incluso que notas, te da la sensación, intuyes, percibes, te parece y hasta has hablado con tu amiga por ver si eran ralladas tuyas, pero ella te jura que eso le pasaba también y "de verdad tía" es preocupante, que yo tampoco siento lo mismo y que tampoco eres para mí lo que eras hace un tiempo.
Y mira, cómo te sientas tú es cosa tuya, pero permíteme que os matice un poco, a ti y a tu amiga, sobre lo que siento yo.
Claro que no siento lo mismo, ni eres para mí lo que eras hace un tiempo.
Pero es que las parejas cambian, y eso es lo normal de hecho. Pregúntale a cualquier psicólogo y te dirá que ese estado en el que parecemos yonkis, cuando la persona amada es perfecta y al verla se nos ponen las pupilas como si fuéramos conejos en plena noche con un camión delante; ese estado en el que un solo beso basta y sobra para ponerte como una moto y en el que te pasas el día como... -bueno, sigo con los conejos-, como conejos, sin salir de la habitación; ese estado, es sólo una fase del amor. Ese estado en el que la vida parece una agenda de Mr. Wonderfull o un pie de foto de Instagram acompañado del hastag #couplegoals, tiene fecha de caducidad. Pero luego vienen más cosas. Cosas muy bonitas. Que eso vaya desapareciendo no implica que se muera el amor, ni que se gaste de tanto usarlo, sino que se transforma.
A lo mejor necesitas más besos ahora que antes para quitarme el sueño, pero te aseguro que no necesitas ni la mitad de las palabras que usabas para que entienda qué es lo que te lo quita a ti. Ahora te conozco como si fueras yo mismo, y pese a eso no dejo de sorprenderme un poco con lo bien que queda mi nombre en tus labios.
Que ahora quizás no te digo a cada segundo que te quiero en mi vida, pero te juro que trato de que no olvides que no es que te quiera en ella, sino que en ella te has convertido. Quizás no lo piense de forma tan activa, pero está grabado en mis neuronas y sale de forma automática. Desde la ya no tan asquerosa leche de arroz que acepté tomar porque dices que es más sana, hasta el gusto que ahora tengo por el cine independiente, todo ello y más, está gritando al mundo que desde hace tiempo, yo soy un poco tú.
Que no quedan decisiones unilaterales ni golpes de Estado. Que ahora, cada uno de mis impulsos se debate por dentro con tu felicidad, y no hay ninguno que pueda, ni de cerca, vencerla.
Que esto es otra etapa del amor. La de los sueños conjuntos y los planes de jubilación. La de "qué nombre le pondrías tú si tuviéramos un perro". La etapa de la telequinesia, de los abonos al cine, de re-entender lo que quiso contarnos Disney y, por supuesto, esa en la que uno más uno, suman bastante más de dos.
O al menos esa es mi etapa.
Pero en realidad, no sé de qué te pretendo convencer yo ahora. Yo, que pensándolo en frío, sólo soy un necio que le busca la lógica al amor; como si alguna vez alguien, ni siquiera ese psicólogo al que le puedes preguntar, supiera a ciencia cierta, qué narices es eso de amar.
Y si, sea lo que sea, tú no lo sientes, pues no lo sientes, y ya está.
Si todo fuera lógico, no me habrías dejado después de terminar de montar la puta mesa.
Y fíjate.
Hablando solo. Y mirando la mesa, que está coja porque una de las patas no encaja bien. Porque como tú dijiste y yo negué, me faltaba una pieza.
Creo que lo que me falta es un tornillo.
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La tragicomedia de montar una mesa coja
RomanceY aunque podría enumerar más de mil razones por las que debería quedarse, ella no necesitaba ninguna para irse. Y se ha ido. Al menos, como premio de consolación me he quedado con la mesa que compramos juntos, pero está coja.