Atrapado

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Desperté mareado y con sabor a vómito en la boca. La luz de los fluorescentes reflejada en las paredes blancas de la habitación me dañó los ojos y el calor sofocante hacía resbalar por mi cara goterones de sudor. Por la ventana se podía apreciar un sol anaranjado que se disponía a despedir el día. ¿Dónde me encontraba? No lo sabía. No recordaba nada, pero no tardé en suponer lo que había ocurrido. Finalmente me habían cogido. En el fondo siempre confié en que no me atraparían nunca.

Observé con atención el lugar. Era una habitación pequeña, de techo bajo y de una pulcritud casi exagerada. El mobiliario constaba simplemente de una cama de hierro con sábanas blancas y un sillón azul. La puerta, de cristal grueso y rayado por los años, dejaba ver un pasillo largo y ancho, completamente vacío. Todas las luces estaban encendidas pero no se veía ni un alma. Se apreciaba una especie de murmullo constante.

—Papá, muévete, tenemos que irnos.

La voz de mi hijo sonó en mi cabeza. Sí, desde luego, tenía que salir de allí.

La puerta estaba cerrada, de modo que empujé la cama con violencia hacia el cristal haciéndola añicos. Me cubrí la cara con las manos, pero no pude evitar que algunas esquirlas me arañaran y me rompieran una de las mangas. Tenía que darme prisa. Seguro que habían oído el estruendo.

Mientras me movía por el pasillo, escuché pasos apresurados que me seguían. Atravesé una puerta y me vi sorteando un mar de camillas vacías y material sanitario. Tras quince minutos, en los cuales casi me quedo sin aliento, aparecieron ante mí unas escaleras. No tardé en llegar al exterior del edificio. Desde fuera tenía un aspecto imponente. Un pabellón grande y blanco repleto de ventanas.

Llovía, aunque el cielo no estaba oscuro. Una especie de ambiente celestial invadía el espeso y frondoso jardín y un extraño olor flotaba en el aire.

Parecía que me encontraba en un pueblo pequeño, algo abandonado y apenas con vida. Me dediqué a andar por las calles durante un rato y, por fin, encontré un local abierto, así que decidí guarecerme allí mientras pensaba en qué hacer.

Entré en un tugurio sucio y con olor a fritanga. En el bar apenas había un par de personas viendo el fútbol en un televisor de un tamaño exageradamente pequeño. Me senté en la barra y pedí un vaso de agua. El camarero, un hombre cincuentón, regordete y de escaso pelo negro, me sirvió una copa de dudosa higiene.

Entonces sonó el teléfono.

Mi corazón latía a toda velocidad, el sudor frío caía a chorros por mis sienes. Podían estar llamando para tratar de localizarme. ¿Qué pasaría si me encontraban?

—Es para usted —dijo el camarero señalando el aparato.

Noté la tensión acumulada en mi espalda. Casi me dolió alargar el brazo para coger el auricular.

—¿Sí?

—¡Qué bueno oírte! Ya me han dicho que ha salido todo bien. ¿Vuelves ya a casa?

Una sensación de alivio al escuchar esa voz tan conocida me recorrió todo el cuerpo y solté una risa nerviosa sin darme cuenta.

—Sí, sí, jefe. Todo controlado. Espero volver hoy mismo. Tengo ganas de ver a mi pequeño, ¿sabe?

—Pero...

En ese instante, dos hombres uniformados entraron en el local y se dirigieron al camarero. Venían a por mí.

—Lo siento, tengo que colgar.

Me encaminé hacia la parte trasera y conseguí salir por otra puerta.

Ya en la calle principal comencé a correr, sin ir realmente en ninguna dirección. ¡Si al menos hubiera sabido dónde estaba! ¡Todo era absolutamente igual!

Cuando ya llevaba casi media hora dando vueltas, parándome en cada esquina y agachándome tras los coches aparcados en las aceras, un automóvil blanco se paró a mi lado. El conductor bajó la ventanilla y me hizo señas para que subiera al vehículo.

—¿Quién es usted?

El hombre sonrió y me miró con cara divertida y, a la vez, por muy raro que pueda parecer, dolida. Tenía una sonrisa blanca muy cuidada y unos ojos verdes que me resultaban familiares. Lo conocía, lo había visto antes; pero ¿dónde?

—No se preocupe usted, don Manuel. Yo lo llevo a casa.

Subí, sin estar del todo convencido, y el hombre puso algo de música clásica en la radio. A decir verdad me relajó bastante, hasta el punto de quedarme dormido.

No sé cuánto tiempo pasó hasta que abrí los ojos, pero desde luego estaba muy entrada la noche. Cuando miré por la ventana los edificios me resultaron familiares y el conductor no tardó en estacionar el vehículo. Al salir del coche, me guio por una serie de calles hasta llegar a un portal gris bastante moderno. Sacó la llave y entramos.

Subimos las escaleras, para mí interminables, y el hombre de los ojos verdes volvió a sacar su manojo de llaves. Dos niños pequeños corrieron hacia mí y me abrazaron con tanta vehemencia que casi me tiran al suelo. ¡Qué ricos!

—¡Dejad al pobre, que habrá tenido un día muy cansado! Siéntate en el salón, anda. Ahora te llevo algo de comer.

Acepté gustosamente la invitación de la mujer, que parecía la dueña de la casa y que había tenido la amabilidad de quitarme a los pequeños de encima. Recorrí el lugar en busca de la sala de estar. Estaba vacía, pero la televisión estaba encendida y ponían una película que había visto miles de veces, Con la muerte en los talones. De fondo se escuchaban voces.

—¿Qué tal ha ido todo?

—Ya sabes cómo es papá. Primero se ha destrozado la camisa rompiendo la puerta de la habitación. No sé qué se le pasaría por la cabeza.

—Últimamente está siendo muy bruto. Es cuestión de tiempo que se haga daño, Javi.

—Lo sé, lo sé. Además, después se me ha escapado y lo han encontrado en una habitación del hospital viendo el fútbol y bebiendo del agua del pobre paciente. Menos mal que el hombre se lo ha tomado bien. Después se ha vuelto a escapar.

—Este hombre... ¡No parará nunca de darnos disgustos! Álvaro dice que cuando ha hablado con él por teléfono lo ha vuelto a llamar jefe.

—Ya. Estaba en plan huida. Otra vez de agente secreto o algo así, supongo. Pero... No sé... Hoy creo que una parte de él me ha reconocido.

—Seguro que se acuerda de ti, cariño. Sólo que a lo mejor no con este aspecto.

—Quizás tengas razón.

AtrapadoWhere stories live. Discover now