El momento exacto

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Yo estuve ahí, en el momento exacto en el que algo se rompió dentro de sus ojos.

Ella no lloró. Me atrevería a decir que tampoco lo sintió.

Y ahí fue cuando me di cuenta; el brillo ya no estaba.

No estaba ese destello que provocaban las tormentas que arrasaban con todo dentro suyo. Tampoco esa luz de la esperanza por reconstruirse que siempre quedaba después de cada golpe, por más duro que éste fuera. Ni siquiera el resplandor de las lágrimas a punto de ser derramadas.

Y lo busqué desesperadamente, a ese brillo, a ese algo, cualquier cosa que indicara que estaba sintiendo, que estaba viva.

Nada. No había nada.

Yo estuve en el momento exacto en el que sus ojos se apagaron, en el que se volvieron fríos, vacíos, muertos.

Sí, ahí fue cuando me di cuenta.

Me di cuenta porque ella era del tipo que podía iluminar una habitación a oscuras con tan solo una sonrisa, de esas que se levantan después de que la vida las tumbe y siguen corriendo con las rodillas raspadas. Ella era de esas personas que tenían una luz tan fuerte que sentías que nunca iba a consumirse, que sin importar cuánto daño le hicieran ni qué tan rota estuviera nunca dejaría de brillar.

Sí, ella era así. Y cuando vi que por mucho que buscara el brillo ya no estaba, me di cuenta.

Porque ni la luz más brillante es eterna.

Porque ninguna herida se cura por completo.

Porque siempre se puede hacer más daño y ninguna voluntad es tan fuerte.

Porque hasta los imperios más grandes caen después de tanta guerra y los palacios más hermosos quedan reducidos a ruinas.

Me di cuenta.

Ella no solo estaba rota.

Esta vez la habían destruído.

Las espadas se bajaron, las suturas se descosieron, las lágrimas se secaron y la batalla se perdió.

Y la luz se apagó, y el castillo se desmoronó, y ella ya no se levantó.

Yo estuve ahí.

En el momento exacto en el que ella se rindió.

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