MARÍA MEIGA

152 22 77
                                    

Inés Ulloa resoplaba y sudaba gruesas gotas de tinta negra, intentando plasmar en un sucio trozo de pergamino toda la certeza que se puede lograr desprender de una visión o de un sueño

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Inés Ulloa resoplaba y sudaba gruesas gotas de tinta negra, intentando plasmar en un sucio trozo de pergamino toda la certeza que se puede lograr desprender de una visión o de un sueño.

Un fuego alegre crepitaba en su lareira ribeteada de manojos de hierbas, plantas y raíces puestas a secar al rubor de las llamas, mientras fuera rugía un viento terrible y desafiante que parecía querer derribar las paredes mismas de gruesa piedra de la casa de la meiga.

-¡Corre! No hagas caso y huye rauda- gritaba el viento con su habitual tono airado.

-Sé valiente y enfréntate a tu sino- aullaba el fuego con equivalente ardor.

Así estaban siempre, discutiendo como un matrimonio, pero en el fondo no sabían existir el uno sin el otro.

Inés Ulloa no les hizo caso y terminó de escribir las palabras, que renuentes a quedarse en su sitio pugnaban por escaparse de su cárcel danzando como gorriones alborotados. Las aes como siempre trataron de tomar la delantera, pero las úes ganchudas y livianas acabaron llegando en primer lugar al borde del pergamino. Inés, acostumbrada a sus caprichos, logró ponerlas a todas en su sitio con rapidez dándole una fuerte sacudida al documento, no sin regañarlas por semejante comportamiento deshonroso.

-Quietas, quietas- pronunció con su voz áspera de soledad - Que ya tendréis tiempo de escapar de mí.

Dirigió una mirada elocuente al fuego chisporroteante y este asintió mientras profería una amenaza -con palabras no demasiado amables ni caballerosas - a las insidiosas letras, quienes duchas como eran en el arte de la expresión y la comprensión, no tardaron en captar el mensaje y se quedaron inertes sobre el papiro.

Inés dejó por fin su costosa misiva sobre la mesa y se apresuró a recoger lo que necesitaba: manojos de salvia, cortezas de saúce, ramilletes de tomillo, raudales de romero. Todo lo reunió con cariño en un gastado fardo de tela a cuadros, y se dirigió a la puerta donde la esperaba la criatura que había ido en su procura. Antes de cerrar la puerta echó un vistazo al interior. El viento y el fuego seguían discutiendo mientras este último lanzaba miradas torvas hacia las atemorizadas letras; en una esquina su catre roncaba perezoso como siempre, la vajilla de latón canturreaba con su habitual trino agudo, la escoba bailoteaba nerviosa sobre el suelo de tierra apisonada y sus otros dos vestidos, de paño gastado, se remendaban varios feos agujeros mientras cotilleaban sin piedad sobre la frivolidad de la seda y el terciopelo.

Les dijo que no hicieran demasiado jaleo y se marchó escoltada por aquel niño temeroso que la miraba de reojo con gesto martirizado.

Caminaron un cuarto de hora bajo una enorme luna llena que les lanzaba sonrisas pícaras desde el cielo, tratando de captar la atención del muchacho. La muy desventurada hasta se atrevía a arrojar besos plateados sobre él, y estaba a punto de descubrise uno de sus hombros blanquecinos cuando Inés la miró con reproche, advirtiéndole que no desgastase sus energías en devaneos ilícitos de los que nada bueno podía salir. Y es que tenía un amante muy celoso, que se alzaba para vigilar en cuanto ella se dormía, cuidando de que nadie posase los ojos sobre su piel perlada. Inés le había dicho muchas veces que se alejase de él pero traviesa como era prefería martirizarlo escurriéndose de su alcance día sí y día también y burlándose de sus intentos por coartar su libertad.

Llegaron al fin a una casucha de piedra y argamasa con tejado de paja, y en el umbral se detuvo el mozo mientras se descubría la cabeza y retorcía la boina entre las manos. La pobre prenda soportó sin quejarse los abruptos retortijones apretando los dientes y suspirando, seguramente acostumbrada al nerviosismo de su propietario. Antes de traspasar el dintel Inés colocó una de sus manos arrugadas y huesudas sobre los carnosos y tersos dedos del zagal, y este, dando un respingo, dejó caer la boina al suelo que resopló aliviada y trató de recomponer su retorcida figura estirándose y encogiéndose como si de un gusano se tratase.

-Maldito seas, Cristóbal. Has traído a la meiga a casa - vociferó Beltrán Castro, el progenitor del muchacho temeroso, en cuanto Inés puso un pie en la vivienda -. Que se me lleven todos los demonios si esta mujer no es una bruja.

Inés no dijo nada y de unos pasos decididos alcanzó el catre en el que medio respiraba y medio se ahogaba una mujer joven de rostro macilento y marcada osamenta pero notable belleza, cuyo nombre era María y cuyo destino parecía ser fenecer en aquel cuarto pestilente.

- Mi esposa se muere - dijo Beltrán Castro con fastidio -. El boticario ha dicho que no vivirá más allá de esta noche y don Pascual le ha dado la extremaunción. No sé que puede hacer por ella una vieja atea.

-Usted no sabe mis creencias, pues no me las ha preguntado, así como nadie le ha preguntado a su esposa si es su deseo morirse esta noche. Y por Nuestro Señor que me parece muy descortés decirle a alguien cuándo tiene que ir a reunirse con él -replicó Inés mientras las raídas sábanas que cubrían a María como una mortaja le aplaudían ondeando y palmeando unas puntas contra otras. Las sábanas eran seres por lo general tranquilos pero tenían una muy baja tolerancia a la rudeza, pues amaban la suavidad sobre todas las cosas.

Acto seguido se dedicó en cuerpo y alma y en savia y corteza a tratar de confortar a la mujer doliente, quien a pesar de no poder hablar le susurró que no se quería morir aquella noche.

Y no se murió.

María despertó la mañana siguiente envuelta en vapores de hierbas y ungida en esencias de plantas, pero reanimada y con aspecto de no quererse morir tampoco aquel día.

Inés no se molestó en volver a su casa, pues sabía que sería un camino perdido, ya que quien la aguardaba tanto iría a buscarla allí como a su morada. Además, puestos a ser prácticos como lo era Inés, era un total despropósito desgastar más los viejos zapatos, que desde hacía unos años se lamentaban quejosos a cada paso que ella daba. Así pues esperó con paciencia hasta que hizo aparición la enfurecida turba que habría de llevársela alegando que quien curaba a una moribunda desahuciada por Dios y por el boticario no podía ser más que una mensajera del Demonio.

Días después de su desaparición, se atrevió María a acercarse a la casa de la meiga, queriendo saber más sobre la mujer que la había devuelto a la vida, ya fuera intermediaria del cielo o del infierno.

La puerta no se resistió a su suave empujón y con pasos pequeñitos se dirigió a la gran mesa de castaño mientras un montón de voces tristes le resoplaban en los oídos. Le pareció que la escoba se deslizaba hacia ella al igual que un can se acerca pidiendo consuelo, y casi hubiera jurado que los platos y vasos de latón la saludaban con emoción entrechocando sus brillantes superficies. Una cordial ráfaga de viento venida de no se sabía dónde deslizó un pequeño trozo de pergamino hacia ella. María lo desdobló con manos temblorosas y leyó al amparo de unas brasas desoladas :

Fuego, te perdono por quitarme la vida.

Viento, te agradezco que esparzas mis restos y los hagas viajar.

Vajilla, Escoba, Catre, Vestidos, vuestra nueva dueña se llama María y a ella debéis servir tan bien como a mí.

Letras, sois libres.

Y así como María leía estas últimas palabras los vocablos comenzaron a descomponerse ante sus ojos, soltándose una letra tras otra y escabulléndose por los bordes del pergamino, formando gruesas gotas de tinta negra que bien podrían parecerse al sudor que brota de un alma que busca la forma de despedirse de su propia existencia.

María MeigaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora