Capítulo 1°: 9 de Diciembre - Día 1 (por la mañana)

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¿Ese día? Era nueve de diciembre de 2017, diez y cuarto de la mañana. Ayelén viajaba en el subte B leyendo una biografía de Hemingway. En esos vagones nuevos, entre comillas, que tienen los asientos de plástico de a cuatro enfrentados. Que son una mierda, súper incómodos. No sé a quién carajo se le ocurrió esa idea, en los que estaban antes -bueno todavía los hay- en esos con el asiento largo contra el lateral del vagón, en esos entra más gente y hasta son más cómodos. Igual hace varios años que ya no viajo en transporte público. La ciudad es una pesadilla, el campo es otra cosa.

Volviendo al tema, la obsesión de Ayelén por la vida de los escritores siempre fue detestable, qué carajo importan.

Si no fuera por el aviso del maquinista de que la próxima estación era Pueyrredón, hubiera seguido de largo. Ni siquiera teniendo que hacer un trayecto que no conocía prestaba atención, la muy idiota. Guardó el libro en la cartera, entre la agenda, la libreta del C.B.C. y la botella de agua, mientras caminaba por el andén. Bien podría haberse comprado un neceser de maquillaje, pero ni le importaba andar a cara lavada.

Recién al subir a la calle abrió la aplicación del Google-maps y buscó la ubicación de la Facultad de Psicología de la U.B.A., en medio del mar de gente que atestaba Once. La última vez que había ido fue para su fiesta de quince, para comprar los souvenirs y demás boludeces. Habían terminado a los gritos, como dos locas, con su mamá. No sabría decir cuál de las dos tenía peor carácter. La noche mágica, que pelotudez, la mitad de los invitados no los veía desde el bautismo. A mí que no me jodan... no pienso hacer el paripé con nadie.

Caminó por Pueyrredón las tres cuadras hasta Plaza Miserere con el teléfono en la mano. Idiota, tuvo suerte de que no se lo robaran. Ya no estaban los puestos que atestaban las veredas, de los que su vecina, que se graduaba ese día, se vivía quejando. El cambio de gobierno los había hecho volar. Los policías andaban por ahí, pero eso, en este país, no es garantía de nada.

Esa chica era un desastre. Iba con la vista en el teléfono y chocó con una mujer, con falda y camisa como de abuela, aunque por su rostro no pasaba de los treinta y cinco. No sé si sería amish, judía, musulmana, o qué carajo pero, con esa ropa, de coger seguro que no. Ayelén ni siquiera pudo reaccionar a tiempo para disculparse antes de que la mujer hubiera desaparecido. Apuró el paso al rodear la plaza. Ver a la gente con sus cartones y bolsitos durmiendo ahí la hizo sentir inquieta, era una ingenua que quería creer que el mundo era como en las películas de Disney. Disney de mierda, que transformó las geniales historias de los hermanos Grimm, todas sádicas, en cuentos de "felices para siempre" que no existen en el mundo real.

Ayelén era impresionable, cuando se rompía su burbuja de fantasía, se quedaba como estúpida. Mientras esperaba que cortara el semáforo en Avenida Rivadavia y La Rioja, en la esquina de la plaza, no sé por qué, giró la vista hacia un costado y vio a un nene de no más de ocho años con los pantalones bajos cagando junto a un árbol. De milagro no le dio un ataque cardíaco. La muy idiota se quedó paralizada como una estatua, mientras la gente comenzaba a cruzar la calle en tropel. "Pendeja, movete", la voz de un hombre que la empujó hacia un lado la hizo reaccionar, pero igual parecía como un zombi. Era para darle una cachetada. Si, flaca, ésta es la realidad.

Entró al negocio de bazar que estaba en la esquina paseándose frente a los estantes como si estuviera drogada. Una empleada le preguntó si buscaba algo y no le dio pelota. Era como si la imagen del nene cagando le hubiera trastocado el cerebro. Reaccionó solo cuando el teléfono le vibró en la mano. "Che, venís no? Ya estamos acá!", leyó el mensaje de whatsapp de Claudia. Y ahí encontró la excusa para borrar la imagen de su mente. "Plaza Miserere", escribió. Siempre hacía esas cosas, como si se reseteara, para evitar pensar en lo que no le agradaba. No entiendo por qué creía que la inocencia la protegía, es una idiotez eso. Bueno, así le fue, la inocencia no le sirvió para un carajo.

El Google-maps le decía que caminara derecho hasta Independencia, pero su amiga había insistido que hiciera Rivadavia hasta General Urquiza y que bajara por esa, por el "corredor seguro". Ni falta hace que diga que Ayelén no le prestó atención a la justificación de por qué hacer un camino más largo. Seguro que si sus amigas le decían que se tirara por la baranda del puente de General Paz y Superí, lo hacía sin preguntar por qué. Es una exageración... pero no tanto; ha tomado de vasos que le ofrecieron sin preguntar si era jugo o veneno. La sacó barata, hasta ese momento.

Siguió la indicación de Claudia y cuando llegó a la esquina de Avenida Belgrano, volvió a mirar la aplicación del teléfono mientras esperaba para poder cruzar. Frente a ella había una estación de servicios y en la cuadra contigua un cuartel de bomberos, luego de cruzar pasaría frente a una estación de policía y el Hospital Ramos Mejía, según la indicación que le había dado su amiga.

El semáforo de la avenida se puso en amarillo, ella dio un paso para cruzar, pero no llegó a pisar el asfalto. Dos brazos la sostuvieron de pronto. Una mano con un pañuelo gris le tapó la boca y la nariz. Otro brazo le rodeó la cintura. Su vista se volvió borrosa. Las construcciones y los autos se fueron desdibujando. Los sonidos del tránsito fueron enmudeciendo. Se mareó y se sintió desvanecer.

Eso es todo lo que puedo contar de ese hecho.

La chica de los librosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora