Prólogo

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Solitario andaba por las callejuelas de aquel pueblo, en alguna parte del sur. Se dirigía hacia la imponente figura que se distinguía en lo alto de un cerro. La luz de la luna y los débiles haces de las farolas iluminaban sus pasos.

Tuvo que subir y sortear algunos hierbajos, tal como se había imaginado que sucedería tan pronto se fuera acercando al sitio desde que lo distinguiera a lo lejos cuando llegó junto con su banda en la vieja caravana.

Finalmente llegó hasta las puertas del cascarón que en alguna ocasión fue una iglesia. Se afianzó la funda que llevaba a la espalda y empujó con todas sus fuerzas. La vieja madera crujió y algo de polvo cayó encima de su cabeza. Suerte que llevara el sombrero puesto, aunque tendría que gastar algo de tiempo al día siguiente para limpiarlo y dejarlo tan reluciente como sus propios años le permitían.

Ya dentro, quedó maravillado por el aspecto que estaba delante de sus ojos, con los rayos de la luna filtrándose a través de los huecos que otrora fueran ventanales. No obstante, no hubo cambio alguno en su rostro sin expresión. Comprendía la belleza que tenía al frente y sabía que debía honrar al lugar con unas cuantas notas.

Inspiró profundamente y, con movimientos gráciles que pondrían celosa a cualquier mujer, el solitario forastero llegado de algún lugar sacó una Fender rojiblanca de la funda y se apresuró a conectarla a un pequeño amplificador de batería que tenía enganchado al cinturón.

El interior de una iglesia en ruinas. Uno de los mejores escenarios en los que podía tocar, aunque allí no había público que le aplaudiera ni le chiflara.

Encendió el amplificador e hizo aparecer una plumilla en los dedos de su mano derecha, tal como un mago lo haría con una moneda tras la oreja del cumpleañero.

Sus hábiles dedos comenzaron a tocar, primero con suaves punteos, después con una sucesión de complicados acordes y arpegios. La guitarra en sus manos lloraba, reía, aullaba. Quizás Steve Vai se habría sentido halagado al escuchar aquel cover de una de sus canciones en manos de un joven que no debía rebasar los veinticuatro años de edad.

Sé que estás aquí... Sé que estás aquí...

Desde luego que estaba allí, en cada uno de sus movimientos, en cada rasgada y punteo. Él sabía que estaba allí, y en aquel silencio cortado únicamente por la melodía que tocaba, podía escuchar una voz que lo apoyaba.

Sigue así...

...como si pudieras seducir a los mismísimos dioses.

Las mangas de su peculiar camiseta se arremangaron un poco, dejando ver las múltiples cicatrices en sus muñecas. Tantas marcas que incluso algunas de ellas quedaban parcialmente ocultas por la mancuerna de sus guanteletes negros.

Una lágrima rodó por su mejilla, al tiempo que efectuaba un último slide y alzaba la mirada hacia el techo.

Definitivamente un gran escenario para aquel concierto para una sola persona.

Cuando se irguió de nuevo, el solitario guitarrista acarició el puente de su instrumento y tocó unos últimos acordes antes de devolverlo a su funda.

Al cabo de unosminutos ya cruzaba las puertas de madera de vuelta al exterior, prometiéndose así mismo volver a aquel mágico lugar cada día durante todo el tiempo que Lucífuguspermaneciera de campamento en el pueblito de Yatareni. 

Sinfonía a medianocheWhere stories live. Discover now