2.1

35 1 0
                                    

Con movimientos lentos, Tom se quitó la chaqueta y se desanudó la corbata. Observaba cada uno de sus movimientos como si fueran los de otra persona. Se sorprendió al ver cuán distintos eran su porte y la expresión de su rostro comparados con los de unas pocas horas antes. Era una de las infrecuentes ocasiones de su vida en que se sentía contento consigo mismo. Metió la mano en el desordenado ropero de Bob y de un manotazo apartó las perchas en ambas direcciones, para dejar sitio donde colgar su traje. Luego entró en el cuarto de baño. De la ducha, llena de herrumbre, salieron dos chorros de agua, uno contra la cortina y otro, éste en espiral, que apenas bastaba para mojarle, aunque, de todos modos, aquello era preferible a sentarse en la pringosa bañera.

Al despertarse a la mañana siguiente, Bob no estaba, y un ojeada a su cama bastaba para ver que no había dormido en casa. Tom saltó de la cama, encendió el fogón y se preparó un café, pensando en que era una suerte que Bob no estuviera en casa aquella mañana. No quería decirle nada del viaje a Europa. Lo único que el holgazán de Bob hubiera visto en ello era la oportunidad de viajar gratis. E igual sucedería con Ed Martín y Bert Visser, probablemente, y todos los demás gorrones que Tom conocía. No pensaba decírselo a ninguno de ellos: así evitaría que fuesen a despedirle al muelle. Tom se puso a silbar. Aquella noche estaba invitado a cenar con los Greenleaf, en su piso de Park Avenue.

Al cabo de quince minutos, duchado, afeitado, y vestido con un traje y una corbata a rayas que pensaba iban a favorecerle en la foto del pasaporte, Tom paseaba por su habitación con una taza de café en la mano, esperando el correo de la mañana. Después de echar un vistazo a su correspondencia, pensaba ir al Radio City para ocuparse del pasaporte. Se preguntaba en qué podía emplear su tiempo por la tarde. No sabía si ir a alguna exposición, con lo que tendría tema de conversación para la cena de los Greenleaf, o bien dedicarse a reunir alguna información sobre la Burke Greenleaf Watercraft Inc., con lo que míster Greenleaf sabría de él, Tom, se interesaba por su trabajo.

Por la ventana abierta entró el débil ruido del buzón al cerrarse. Tom bajó y estuvo esperando a que el cartero se hubiese perdido de vista. Entonces recogió la carta dirigida a George McAlpin, que el cartero había dejado sobre la hilera de buzones, y rasgó el sobre. Ahí estaba el cheque de ciento diecinueve dólares con cincuenta y cuatro centavos, pagadero al Recaudador de Impuestos Interiores.

<<¡La buena mistress Edith W. Superaugh!>>, pensó Tom. <<Paga sin ni siquiera hacer una simple llamada de comprobación por teléfono. ¡Eso es un buen presagio!>>.

Volvió a subir las escaleras y después de romper el sobre en trocitos, echó éstos en la bolsa de la basura.

Guardó el cheque en un sobre y lo depositó todo en el bolsillo interior de una de las americanas que tenía en el ropero. Mentalmente, calculó que con el que acababa de recibir, disponía de cheques por un valor de mil ochocientos sesenta y tres dólares con catorce centavos. La lástima era no poderlos cobrar, o que todavía no hubiese habido algún idiota que pagase en efectivo o extendiese su cheque a favor de George McAlpin. Tom tenía en su poder una tarjeta de identidad, ya caducada, a nombre de un empleado de banca. La había encontrado en alguna parte y hubiese podido cambiar la fecha, pero temía no poder cobrar los cheques impunemente, aunque utilizase una carta de autorización, naturalmente falsificada, por el importe que fuese. Así pues, el asunto de los cheques quedaba convertido en una simple broma pesada. Un juego limpio, casi, ya que no estaba robando a nadie. Decidió que antes de partir hacia Europa destruiría los cheques.

El talento de Mr. Ripley - Patricia HighsmithDonde viven las historias. Descúbrelo ahora