Confesiones

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A Abi le temblaba la mano y cada calada al cigarro era casi un suplicio. No hacía más que darle vueltas a qué había ocurrido y no conseguía encontrarle una explicación lógica.

—Abi—le chistó Ana mientras chasqueaba los dedos delante de su cara—. Vuelve, vuelve.

—¿Qué?

—Me estabas contando lo de Asturias y lo de Víctor y te has vuelto a perder. Pero, algo me dice, que esa no es la razón por la que has decidido darte un paseo por el borde de la terraza.

—No. La verdad que no sabría explicarte qué me ha pasado. Sólo estaba atendiendo la alarma y... Y había...—Abi explotó. Comenzó a llorar desconsoladamente y no sabía explicar el porqué.

—Abi, joder, vale. Es sólo que no entiendo qué hacías.

—Yo tampoco, Ana. Yo tampoco. Había alguien ahí. Una mujer. Y, cuando fui a por ella, no había nadie. No había nada.

—Creo que no deberías haber comenzado hoy. Ya sabes que las primeras noches son duras y, más, si no has dormido nada. A mí también me pasaba. Me parecía oír cosas por los pasillos de la segunda.

—¿Y qué era?

—El señor de la 220, que se levantaba y se ponía a mover las mesas.

Las dos se rieron durante un momento pero Abi sabía que aquello era otra cosa y que su amiga sólo intentaba quitarle hierro al asunto.

—Tranquila, Abi, verás como todo sale bien, ¿vale?—le aseguro en un abrazo.

Aquel abrazo le supo a gloria. Se aferró a Ana como un naufrago a un salvavidas. Sintió su aroma apoderándose de ella. Aquel aroma que hacía tanto que no notaba. Una mezcla de algodón de azúcar y nicotina con toques de vainilla. Se teletransportó al pasado. A cuatro años antes. Una cena de Navidad donde habían acabado los cuatro de siempre, borrachos como cubas en una discoteca de mala muerte. Recordó besarla y que ella le devolvía el beso. Recordó un viaje en coche hasta una casa que no era la suya. Hasta una cama que no era la suya. Recordó no dormir. Recordó su cuerpo desnudo sobre el suyo.

—Gracias, Ana, de verdad. Llevo aquí una semana y, la verdad, nadie se ha preocupado por mí. He estado demasiado ocupada en gestionar todo lo que llevo dentro.

—Yo no sabía ni que estabas. Si no, sabes que hubiera ido a verte. Además, tú tampoco es que lo hayas pregonado mucho.

—Ya sabes cómo soy con mis cosas. No me gusta decir qué hago o dejo de hacer.

—Siempre has sido muy hermética y, algún día, te explotará todo lo que llevas por dentro. Debes dejarle algo de carga a los demás. Sabes que puedes contar conmigo para lo que necesites—le dijo acariciándole la mejilla—. Vale, no hemos tenido mucha relación estos años pero, joder, antes siempre estábamos juntas.

Demasiado juntas a veces, diría yo.

—Va, nos hacemos uno más y comenzamos la ronda.

—¿Vamos muy tarde o qué?

Ana miró la hora en el móvil.

—Son las doce. Vamos bien.

Abi le tendió un cigarro con un giño.

—A este invito yo.

—Se agradece.

Abi se encendió el cigarro temblando. Quería hablar con Ana, contarle todo lo que tenía en casa, pero no sabía cómo arrancar. Le había contado todo lo de Asturias muy por encima y todo lo que se estaba callando le ardía por dentro como un mar de magma. Notaba que subía por su garganta. Sabía que iba a salir con la siguiente bocanada de humo.

Turno de nocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora