Estrella

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Tras terminar los cambios de la primera planta, Abi y Ana, cogieron el carro de la basura y la lencería y se subieron a la segunda a hacer lo mismo con los residentes de allí.

Abi seguía temblando todavía y no se le quitaba de la mente la sensación de aquella mano sobre la suya. Ana no le hablaba y Abi tampoco quería escuchar nada, estaba metida en sus cosas, en querer terminar el trabajo y subir a fumar. ¿Subir? Yo no vuelvo a subir a esa terraza. Si tengo que meterme a descansar en el baño y fumar tirando en humo al váter, lo prefiero antes que volver allí arriba. Y si me dicen algo, que me digan.

La segunda planta era igual que la primera; un pasillo enorme, con puertas a ambos lados y un almacén al principio del mismo. Llegaron al final del pasillo, iluminado tras el paso de las dos auxiliares. Abi miró a Ana durante un segundo, sus ojos se encontraron y le envió una sonrisa nerviosa.

—¿Empezamos?—preguntó Ana.

—Sí.

—Lo mismo, aquí no hay casi nadie pesado. Pero si necesitas ayuda, dímelo, ¿vale?

—Sí, tranquila—respondió cogiendo un pañal y entrando en la habitación.

Dentro, como en las otras habitaciones, se encontraba el residente durmiendo. Le cambió el pañal sin ningún contratiempo y salió de allí para meterse en la siguiente habitación.

Abi había desconectado el cerebro, prácticamente. En su cabeza sólo sonaba una vieja canción que le iba marcando el ritmo del trabajo. No pensaba, sólo actuaba.


Habitación 1220. Sólo quedan 5 y se acabó.

Entró, como en el resto, de manera autómata. Luz del baño. Luz de la mesita. Quitar sábana.

Ante ella, había una señora a la que le faltaban las piernas. No había reparado en el nombre de la puerta. Tampoco la conocía de cuando estuvo. En tres años entra y sale mucha gente de estas paredes.

Hola—le dijo la señora, abriendo los ojos—. ¿Qué hora tenemos?

Abi se quedó mirando aquel rostro surcado de arrugas de donde emergía una nariz pepona. Tenía las cejas canosas y pobladas y, bajo estas, unos ojos blanquecinos propios de un glaucoma. Algo en la voz de la señora le tocó en su ser. No sabía si era el tono o el conjunto de ese cuerpo casi deshumanizado con el tono cálido que emergía de su garganta.

—Las—comenzó a decir sacando el móvil—... Dos. Dos y veinte.

—Ah, muchas gracias, cariño—agradeció mientras se ponía boca arriba con a ayuda del triángulo que tenía sobre la cama—. ¿Venís a cambiarme el pañal?

—Sí.

—¿Sos nueva, cierto? No me suena su voz.

—Nueva... No exactamente.

—Entonces, ¿volviste?

—Sí, algo así—respondió Abi abriendo el pañal y retirando el que llevaba la señora.

La anciana se quedó mirando sin verla con aquellos ojos opacos y Abi podía sentir que la mirada le penetraba el alma. Sintió un ligero escalofrío. Abi, no me jodas. Has visto cosas peores. ¿O es que ya no te acuerdas? No es la primera vez que ves a alguien amputado o ciega. Acuérdate del hombre aquel con la úlcera en la espalda. ¡Si podías meter hasta el puño! ¿Y las diarreas? ¡Será que no has visto diarreas! ¡Y LAS DIARREAS MELÉNICAS! Eso es mucho más duro que esto. Aguanta.

Parece que le comió la lengua el gato—habló la mujer con una sonrisa enorme, llena de bondad.

—No. Es sólo que. No sé. Aún no me he acostumbrado al horario—mintió Abi dejando caer una sonrisa y poniéndole el pañal limpio—. Me gira para allá... Listo.

—Gracias, cariño. ¿Cómo te llamás?

—Abi. Abigail.

—¡Oh! Que lindo nombre. Serás el ojito de papá, ¿si?

—¿Por qué lo dice?

—Ya sabés. Abigail significa "el orgullo del padre". Seguro que él y vos están muy unidos—añadió la mujer, regalándole una sonrisa—Cuidalo, él te necesita.

Abi se quedó un rato quieta, sin pensar, mirando aquel rostro que no sabía descifrar. No sabía si aquellas sonrisas eran ciertas. No sabía si la señora estaba tan lúcida como aparentaba. Y, desde luego, no sabía cómo interpretar aquella última frase. No tenía ni idea.

—Sí, eso haré...

—Estrella. Me llamo Estrella—respondió la mujer tendiendo las manos, buscando las de Abi.

Pudo notar el tacto suave en sus muñecas. El roce de sus yemas acariciando el dorso del antebrazo. Eran manos aterciopeladas, como de quien escribe y, al mismo tiempo, manos agrietadas del paso del tiempo. De quien lleva toda una vida sobreviviendo al paso de las horas.

—No te culpes, Abi.

Aquellas palabras la sacaron del ostracismo del tacto de los dedos en ella.

—¿Cómo dice?

—No te culpes. Aquello pasó y no fue culpa tuya.

Estrella acarició por última vez las muñecas de Abi y se giró, mirando a la pared. Abi seguía clavada, mirando el pelo ceniciento de la mujer. Petrificada junto a la cama, sin saber qué hacer ni qué decir. Aquella mujer la había dejado en blanco dos veces en menos de cinco minutos.

—Por favor, apagá la luz al irte.

Abi reaccionó. Recogió el pañal sucio, apagó la luz de noche y la del baño.

—¡Ah, Abi! Y dile que no deje de cantar. Tiene una voz muy linda.

Abi cerró la puerta pero pudo escuchar a Estrella cantando dentro de la habitación. Era la canción que la había acompañado durante toda la noche, durante la ronda. Y entonces lo recordó. Aquella era una canción que también la había acompañado de niña. Cada vez que iba a clase, de la mano de su madre.

Turno de nocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora