p a r t e ú n i c a

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– Entonces, ¿te liaste con él?

Dando una última calada a su cigarrillo mal liado, expulsó el humo por la boca y soltó una sonrisilla de lado antes de tirarlo a la bolsa de papel donde guardaban la basura.

– Con él, con su hermano y creo que con su amigo. ¿O era su primo? —Se encogió de hombros, pasivo— Me da igual. ¿Vienes al agua?

El castaño de pelo rizado nubló los ojos antes de quitarse sus gafas de sol de la cabeza para recolocarlas sobre su rostro, levantándose posteriormente de la toalla para seguir al pequeño rubio, que brillaba más que nunca debido a los rayos que sobre él se reflejaban.

– Dime que al menos te acuerdas de su nombre. Porque le preguntaste su nombre, ¿verdad? Raoul dime que le preguntaste su nombre.

– ¿Antonio? ¿Adrián? ¿Adam? No sé, Alfred, gatito mío, te estoy diciendo que me la suda, total, toda la gente de ese pueblo me cae mal. Eso sí, las fiestas geniales, tendrías que haber venido.

Los dos jóvenes se adentraron en el mar hasta que el más bajito dejó de hacer pie. A Alfred siempre le había resultado adorable la diferencia entre la poca estatura y el gran carácter de su mejor amigo, que ahora jugueteaba con el agua como si de un niño de cinco se tratara. Y es que el del Prat siempre había admirado a Raoul porque nunca pensaba en nada y siempre hacía lo que quería. Supo que lo hacía cuando, a los siete años, el pequeño rubio decidió quedarse jugando en la plaza media hora más sin preguntarle a su madre. Al día siguiente les contó que su madre lo había castigado sin patinete durante una semana pero que, gracias a sus grandes dotes de actuación, había conseguido rebajar el castigo a solo tres días. Alfred siempre había admirado lo libre que Raoul era o que, al menos, aparentaba ser.

– ¡Pero si te encoñaste un montón la primera vez que lo vimos! —Alfred gesticuló exageradamente y arrugó su nariz.

– Gato, ¿sabes que tenemos dieciocho años, verdad? A esta edad no nos renta enamorarnos. O sí, no sé, cada cual a su tema, pero es que a mí me da pereza.

– Seguro que eso lo dices porque lo tuyo con Guille fue horrible, Raoulito. Con lo bonito que es tener a alguien en quien confiar, con quien poder pasar tiempo, dar mimos cuando te apetezca...

– ¿Guille? ¿Quién es Guille? —Alfred rodó los ojos y Raoul se acercó a él para enganchar sus piernas alrededor de su espalda— Además, para los mimos ya te tengo a ti, gato.

El aludido negó con la cabeza y se retiró lo suficiente como para poder tirar a Raoul al agua sin que se hiciera daño.

» ¡Oye, qué feo eso que has hecho! Quiero el divorcio.

– Raoul... Que te follen.

El más mayor escuchó un ¡fóllame tú! desde la orilla que le hizo negar con la cabeza para, posteriormente, sacarle el dedo del medio a su mejor amigo. Alfred podría asegurar que la carcajada que este soltó se pudo escuchar en toda la costa, en cada playa, en cada puerto, porque estaba seguro de que el mar estaba completamente enamorado de Raoul. Y no era de extrañar teniendo en cuenta que el rubio siempre había pertenecido al mar, que siempre había formado parte de él aún cuando ni siquiera tenía constancia de ello. Raoul era el mar que anhelaba sol para conformar el más bonito verano, pero que en toda su vida solo había logrado conocer meras estrellas que, al final, acababan apagándose.

Quizás era aquel el motivo por el cual el rubio dejó de creer en el amor y decidió ir de estrella fugaz en estrella fugaz, solo para poder olvidarse de que algún día aquellas estrellas de las que quedó prendado dejaron de brillar o, simplemente, encontraron un elemento más bello sobre el que reflejarse.

n u e v o  v e r a n o Donde viven las historias. Descúbrelo ahora