VII LA NOCHE VENECIANA

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Las celebraciones quinteranas llegaban a su término. Ese fin de semana tenían lugar las dos últimas festividades que eran, también, las más esperadas por los veraneantes. El viernes, la Noche Veneciana en la Playa del Durazno; y el sábado, la gran velada en el Yachting Hotel, que incluía la coronación de la reina. Francisca quería asistir a ambas y su madre no iba a oponerse. La Noche Veneciana fue amorosamente plácida para nosotros. Llevamos un grueso chalón y nos sentamos en la explanada que hace de contrafuerte de la playa. Por los parlantes se emitía música de moda, de la romántica, puesto que las piezas agitadas habrían roto el hechizo del festejo. Las embarcaciones adornadas con guirnaldas encendieron, de pronto y muy concertadamente, sus farolitos; algunas los llevaban en hilera desde el mástil hasta proa y popa, dibujando así un velamen luminoso que se recortaba en la oscuridad, proyectando sobre las aguas inquietas, reverberaciones. Cuando la cadena de múltiples fuegos artificiales centelleó allá en el muelle y salieron disparados al cielo los cometas y estrellas fulgurantes y fugaces, miré a Francisca. Al ver el asombro de sus ojos maravillados y el invariable candor de su sonrisa, sentí que me inundaba de ternura; apreté mi cuerpo al suyo y nos dimos un beso largo, largo: fue el más duradero que nos dimos nunca. Nos interrumpió una voz que desde los parlantes invitaba a presenciar el arribo de los españoles a la costa americana. -¡Mira, mira! -exclamó Francisca. El simulacro que se estaba representando la llenó de júbilo y desasosiego; parecía creer en él como algo verdadero. De la más garbosa de todas las embarcaciones transbordaron a un bote a tres conquistadores con sus armaduras de papel plateado, grandes espadas que resplandecían y una cruz, mientras desde la playa los acechaba, tiritando de frío, una docena de jóvenes con las caras pintadas y el torso desnudo. Terminada la función, algunos muchachos encendieron fogatas en la playa y los espectadores se acercaban a una u otra para sentarse en círculo, convocados por el calor y la luz del fuego, y por el deseo de continuar juntos, de quedarse ahí las parejas cantando y acaramelándose. Divisé a Jaime y Patricia en el gentío. -Tenemos que irnos -me dijo Francisca. 

Asentí; nos convenía no demoramos y así asegurar el permiso para la noche siguiente. -¿Sabes, Alex...? -Dime, Francisca. -Yo conozco el cuento de Cenicienta; me gusta mucho, ¿y a ti? -A mí también. -Yo, yo tengo que llegar siempre a casa antes de medianoche, como Cenicienta, ¿te acuerdas?  -Sí, Francisca. La abracé por la cintura y nos encaminamos hacia la salida de la Playa del Durazno. Mañana iríamos a la gran velada; con ella se cerraba la semana quinterana. Después de esa celebración se abría para mí, para nosotros, un tiempo distinto, impreciso; aunque no tan insospechado en realidad. Yo no quería ver lo que se pronunciaba para el inmediato porvenir, pero lo principal lo sabía: Francisca iba a partir de un momento a otro, su padre la vendría a buscar cualquiera de los próximos días. Pero yo trataba de echarme tierra a los ojos, de asirme a la cotidianeidad, de manera de no pensar, de no afrontar reflexivamente lo que se venía encima, porque ¿qué sentido tendría desesperarse ante lo inevitable? Pero la inquietud minaba igual. No dependía de mi voluntad, eso era lo peor. Pronto nada obedecería a mis deseos, salvo que... Sí, salvo que yo la siguiera, salvo que me fuera tras de ella. Pero, ¿sería eso posible? Estaba a la vista que los padres de Francisca habían permitido la existencia de nuestra relación; que en el fondo la toleraron controladamente también, porque ellos sabían el exacto advenimiento del plazo. El plazo. ¿Cuántos días nos quedaban? Tres, cuatro... A lo más una semana. ¿Y después? Ése era el vacío, ése era el vidrio empañado que me dejaba frente a mi propia soledad; sentía ese porvenir como un encierro y me sofocaba íntimamente la sola idea de despertar una mañana y saber que ella ya no estaría esperándome en la playa de la caleta. ¿Y si la seguía? ¿En qué iba a convertirme...? ¿Estaba dispuesto a ir de pueblo en pueblo, de villorrio en villorrio, tras la caravana de un circo pobre, como un obseso? -Es de disfraces. Volví a la realidad al oír su voz. -¿Qué dices, Francisca? -Que el baile de mañana, el de la gran velada, es de disfraces. -Ah, sí, claro. Pero no es obligatoria la cosa, uno puede ir como quiera. -Yo tengo vestidos muy bonitos. -¿Sí? 

Francisca yo te amo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora