IX LA DECISIÓN Y LA AMENAZA

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Aquella noche de la gran velada en el Yachting regresé a casa antes de las 

once. 

La casa estaba a oscuras pero el farol sobre la puerta le iluminaba el frontis, y a los árboles cercanos parecía aumentarles la estatura al destacar los follajes contra un cielo sin luna ni estrellas. Me quedé unos instantes contemplándola antes de entrar. En dos días más yo no iba a estar allí, y el hecho de ignorar dónde me encontraría me inquietó por primera vez de modo agudo. La estampa de la casa y su silenciosa paz me representaron el mundo invulnerable del hogar. Sentí un escalofrío que no provenía sólo de la intemperie, que no me recorría únicamente el cuerpo. Era el indicio de un miedo que nacía de la incertidumbre ante el cambio radical que se aproximaba; pero no llegó a desalentarme, porque la imagen de Francisca se interpuso con su candor y su brío. Subí a mi pieza y, una vez entre las sábanas, me puse a recordar las secuencias de ese mes de enero que se iba. A toda, a la entera realidad de ese verano, la transfiguraba Francisca y, entonces, hasta la última brizna de vacilación y acoquinamiento desapareció para dar lugar a un ensueño airoso, irrenunciable. Todavía estaba disfrutando el vuelo de muchas conjeturas felices, cuando escuché subir a Jaime. Pasó al baño y al poco entró en la pieza. Encendí la lámpara del velador. -Ah, estás despierto. -Necesitaba hablar contigo, Jaime.  -Ya, dale. -Eh... no es cosa fácil. -Algo sobre tu chiquilla, supongo. -Bueno, claro, pero no es tan simple, mira, hay varias cosas. -Venga la primera, soy todo oídos. -Mira, no voy a irme contigo a Monte Patria.- Jaime me miró en forma inexpresiva. -Eso no me sorprende, nadita, Alex, te lo digo. Hasta lo esperaba porque, si estás tan requete enamorado, es lógico que te quedes donde ella esté. -El caso, Jaime, es que no me voy a quedar en Quintero. 

-¿Cómo? ¿Te vas a Santiago? -No sé adónde iré, pero voy a irme con ella. -¿Con ella? -0 tras ella. Jaime, que ya se había puesto el pijama, se sentó en la cama, visiblemente intrigado. Quería decirme algo que no le resultaba fácil, porque arrugó el ceño e hizo tabletear los dedos. Después se decidió: -Oye, no voy a decirte que estás loco ni nada por el estilo, aunque está clarito que te rayaste el coco, pero mira, hombre, tú sabes, eh... que tu chiquilla es bien rarita, ¿verdad? Perdóname, pero, ¡por la cresta que es rarita! -Sí, sí, lo sé, Jaime, pero no te preocupes. -¡Y cómo quieres que no me preocupe con lo que me dices! No soy tu tía abuela, pero, vamos, hombre, ¿es que no te das cuenta? ¿Adónde vas a ir a parar?  -No lo sé. Escúchame, necesito tu ayuda. -Sabes que la tendrás. -Sí, claro. -Y para lo que sea y en lo que pueda, aunque no esté de acuerdo, tú entiendes. -Escucha: necesito que mi madre aquí y mi padre en Santiago crean que yo me he ido contigo al norte, como todos los años, todo muy normal, ¿comprendes? -Ya, ya, todito muy normal. Se echó a reír y me contagió un tanto; eso fue bueno, como que se aireó la cosa, se soltó el nudo para mí. -¿Y cuándo partimos? -me preguntó.  -Pasado mañana. -¿Seguro...?  -Casi seguro. -Está bien, cuenta conmigo.  -Gracias, Jaime.  -No seas imbécil. Se metió en la cama. Yo apagué la luz.  -Oye, Alex. -¿Sí? -Me quedan algunos pesos, son pocazos, por si los necesitas, te digo no más. -No, hombre, gané una buena suma esta noche. -¿Cómo dices...? -Que gané, en los juegos, al emboque de la botella con billete, tú sabes. -¿Y le apuntaste?  

-Cuatro veces seguidas.  -Oye, córtala. -Bueno, no fui yo, fue ella.  -Paso. Sin comentarios. Al rato, cuando estaba a punto de quedarme dormi do, oí que Jaime me hablaba: Alex. -¿Sí? -Quiero que sepas que la encuentro muy, pero muy linda. Y eso no es todo. -Dime. -Me gusta lo que vas a hacer... Bueno, no sé qué diablos vas a hacer, pero me gusta. ¿Sabes por qué?  -No. -Porque es una aventura. Buena suerte.  -Gracias. -¡Dale el tonto con las gracias otra vez! Las cosas iban a precipitarse ahora. Al día siguiente se desató el cauce de una manera, al cabo, harto imprevista. La mañana fue calma al menos en apariencia; fuimos, como de costumbre, con Francisca a la caleta. La inminencia del tiempo venidero me tenía íntimamente muy nervioso, pero supe disimular mi estado y Francisca pudo demostrarse cariñosa y juguetona. En la tarde, antes de llegar a su casa, algo me anticipó el inicio de la situación; junto a la verja había un viejo vehículo totalmente pintarrajeado a brochazos de múltiples colores. En la comba frontal de la cabina leí: Circo Metrogoldin. Abrió la puerta el primo. Pájaro de mal agüero, me dije para mis adentros; el muchacho me hizo pasar, saludándome apenas con un movimiento de cabeza. -Siéntese usted. Así lo hice. Desde el interior de uno de los dormitorios de la casa me llegó la marea abrupta de voces altisonantes, propia de un altercado. -Bueno la ha hecho usted -me dijo el primo, que se había sentado frente a mí y me miraba con abierta animadversión. -No sé de qué está hablando. -¡Ah, ya! Lo sabrá pronto, no se apure. Las voces habían bajado el tono. La de Francisca era audible ahora; estaba llorando y hablaba a la vez, pero tenían la puerta cerrada y no me era posible entender 

nada. Sus gemidos balbuceantes continuaron por espacio de algunos segundos que me pesaron como horas. Es tan desgarrador cuando alguien habla llorando, y tratándose de ella, la cosa era para mí una tortura. De pronto se abrió la puerta y salió la señora. No me había sentido llegar y entonces, al verme, se quedó unos momentos dudando sobre cómo recibirme, cómo tratarme. Su rostro tenso aflojó al poco su rigidez. Se sentó al lado mío y, después de suspirar muy hondo, me miró fijamente, sin antipatía, y me dijo: -Podrías haber hecho las cosas más fáciles para ella y para nosotros también, Alex. -No la comprendo, no sé a qué se refiere usted, señora. -Es que no había que haberlos dejado; desde un principio lo dije -intervino el primo. -Cállate tú -lo paró la señora-, cuando necesite tu opinión, te la pediré. Se dirigió de nuevo a mí: -Le has dicho a la niña que no dejarás de verla, ¿es así? -Sí, señora. -¿Y por qué le diste una promesa que no vas a cumplir, que no puedes cumplir? Le haces daño; tú sabías que ella partiría con su padre de un momento a otro; la has llenado de esperanza, y sufre. -Pero... -Por favor, Alex, tú sabes cómo es la niña, si le dijeras que vas a traerle la luna, te creería, ¿entiendes? -La promesa que le hice yo la voy a cumplir, señora. Se inclinó hacia mí, escrutándome, y vio que le hablaba en serio. -Vamos, Alex, mantengamos la conversación en un plano de sensatez, no se trata de decir cualquier cosa. -Despáchelo mejor, ¿para qué pierde el tiempo con él? -intercaló el primo. -Si no puedes quedarte callado, ándate -le contestó la señora. -Sí -afirmó el primo-, sí, me voy al camión, pero sepa que yo desde el principio le dije al tío que no era cosa de permitir este jueguito así no más. Por último, más culpa que este pije la tienen ustedes. Perdóneme, que ya me voy. Cuando el primo cerró la puerta tras de sí, la señora volvió al punto: -¿Cómo es esto de que vas a cumplir? ¿Cumplir qué?  -Voy a ir siguiendo al circo. -Podemos impedirte eso. Pero vamos por parte: ¿están tus padres al tanto de lo que se te ha metido en la cabeza? 

-No. -¿Y se lo dirías, te atreverías a confiarles semejante proyecto? -No es el punto, señora. -También lo es, Alex. Suspiró otra vez muy hondo y me dijo muy suavemente: -He tenido tanta confianza en ti, Alex, no me defraudes ahora. Tú sabes que esto no puede ni debe continuar, tú lo sabes perfectamente. -No puedo, señora, no puedo... -No pensarás lo mismo después de algunos días, te lo aseguro. -Se equivoca, señora. -Oh, no, el equivocado eres tú. En ese momento salió Francisca del dormitorio. Dio un gritito de alegría y vino a acurrucarse a mi lado. -Son malos -me dijo con la voz quebrada-. Son malos. Tenía los ojos hinchados y me miraba con súplica. Su padre apareció. -¡Qué tal, muchacho! -No había un ápice de recelo en la expresión de su rostro, ni una leve, sagaz sutileza en su voz. -Está resuelto, porfiadamente empedernido -le informó la señora. -¿De veras, muchacho? -Sí, señor. -Vaya, vaya, en fin, qué le vamos a hacer. La señora le clavó una mirada adusta: -No será todo lo que se te ocurre decir, Juan, por favor. -Pues la verdad es que sí se me ocurre algo, ven. Con un gesto invitó a su mujer al dormitorio. La señora se puso de pie con notorio malestar y lo siguió. Cerraron la puerta. Francisca y yo, tomados de la mano, escuchamos sus voces, destempladas primero, mas no tardaron en irse aquietando hasta tomarse inaudibles. Cuando regresaron a la sala, él me habló: -Y bien, muchacho, tenemos el circo en la playa de Concón. Te esperamos allí mañana por la tarde; he decidido integrarte en nuestra gira. No te diré nada más por ahora, porque ya te darás cuenta. Me sentí henchido. Francisca se puso a dar saltitos. La señora asentía y advertí en su rostro una extraña sonrisa reflexiva. -Tal vez sea mejor así -dijo. 

-Puedes irte tranquilo, y hasta mañana -me invitaba el padre a dejarlos solos en familia. Francisca me dio un beso y me acompañó hasta la puerta. En la verja me topé con el primo, quien se había bajado del camión al verme salir. Sin duda quería el encuentro. -Espero no verte ni en misa, jamás -me dijo. Su odio me provocó: -Me verás mañana y todos los días en el circo, y quién sabe hasta cuándo. No pareció sorprenderse demasiado. O disimulaba. -Conque esas tenemos, con que ésa es la solución que le dieron al asunto; pues, escúchame, escúchame bien; yo sé hasta cuándo vas a estar tú en el circo, sí, hasta que le venga el ataque, ¿entiendes?, el ataque.   

Francisca yo te amo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora