SACMIS

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Era un Sábado a la noche. Antonio tenía dos opciones: quedarse sólo en su departamento mirando una maratón de series, o salir a bailar. Sabía que sus amigos irían a Sacmis, el bar de moda por aquellos días. La mejor música se escuchaba allí. Las chicas más lindas bailaban allí. Y las mejores bebidas también se encontraban allí. Tomó su billetera. Un vistazo fugaz le indicó que tenía los fondos suficientes como para permitirse una noche salvaje. Sonrió.

Cuarenta minutos después se encontraba tomando el ascensor. Su autoestima se encontraba hiperdesarrollada en aquel instante. Estaba bien vestido, olía muy bien y era consciente de su atractivo. Al llegar a la calle comenzó a caminar, siguiendo el ritmo de una canción que sonaba en su cabeza. Y mientras se dirigía a su destino comenzó a planear su noche: estaría un rato con sus amigos, luego buscaría una chica tanto o más atractiva que él y buscaría la forma de seducirla. Dependiendo de qué fuera viendo en su potencial pareja, intentaría llevarla a la cama mediante una conversación inteligente, una mirada lasciva o sus movimientos en la pista de baile. Lo importante era no volver sólo a su hogar. O mejor aún, no volver en absoluto.

Tan abstraído estaba proyectando las horas por venir que no se percató de dónde estaba. Se había equivocado. Ya no estaba en el lado bueno de la ciudad. Ahora estaba dos cuadras adentro del peor barrio del lugar: "El Basurero". Y la denominación no intentaba sonar despectiva. Aquel lugar en efecto parecía un basurero. Se decía que allí las calles eran tan peligrosas que ni los recolectores de residuos se atrevían a andar. Y mucho menos la policía. El misterio era cómo había conseguido llegar hasta allí sin meterse en problemas. Quizás su distracción fuera justamente lo que le había permitido transitar impunemente por las anárquicas veredas de El Basurero. Su andar casual y despreocupado. O quizás no. Fuera como fuese, aquella manera de caminar era ahora un lujo inaccesible. Estaba asustado y no podía evitar demostrarlo. "Los depredadores siempre atacan a las presas más débiles", le recordó su cerebro. Y ahora se estaba mostrando ante los demás como alguien débil.

Correr no era una opción. El sonido de sus pasos podía alertar a algún presunto carterista de su descuido. Decidió apostar por girar sobre sí mismo y volver por donde había venido. Aquella era la opción más segura.

A mitad de cuadra, en la acera opuesta, Antonio distinguió a un grupo de jóvenes. Iban mal vestidos. Sucios. Sus rostros parecían desencajados, exaltados. Sustancias químicas ilegales exhibían su trabajo en sus ojos. "¡Que no me vean, por favor!", pensó, mientras apuraba el paso. Avanzó unos metros, a salvo. Entonces oyó una voz gritarle: "¡Hey, lindo! ¿Dónde vas tan rápido y con esas ropas tan elegantes?" Su sangre se congeló. Y aún así, comenzó a sudar. "¡Hey! ¡Que te estoy hablando, mal educado!" Miró fijamente hacia abajo, a sus zapatos. Aquellos zapatos tan caros. ¿Seguirían siendo suyos al final de la noche?, se preguntó, temblando. Escuchó pasos corriendo. Miró hacia la pandilla, con pánico. Seguían en su lugar. Uno de ellos había golpeado los pies contra la vereda, imitando el sonido de pasos a la carrera. Sonaron carcajadas que le dolieron en el ego. "¡Ah, pero que susto! ¿Eh, nenita?"

"¿Cómo pude haber sido tan estúpido?", se reprochó. "¡Si nunca sentí acercarse aquellos pasos!". Estaba nervioso. Nervioso y asustado. Y era por eso que había cometido aquella torpeza. "¡Si sólo me hubiese vestido de otra manera!", pensó, "¡O al menos hubiera prestado atención al caminar!". Pero, ¿Era él en verdad el responsable de ese tenso momento que parecía nunca terminar? ¿O en realidad la responsabilidad era de aquellos muchachos? ¿Por qué debía recaer en él la culpa de las acciones de un grupo de inadaptados? ¡No era justo!

Tan ensimismado estaba, perdido en reproches y debates consigo mismo, que no alcanzó a distinguir una baldosa levantada por las raíces de un árbol ya muerto. Pisó mal, tropezando con el maldito fragmento de vereda del infierno y perdió el pie. Cayó de frente como una cabeza cercenada. Su mentón golpeó el duro suelo de concreto, provocando que sus dientes entrechocaran entre sí, rompiéndose un par en el proceso. Mareado y dolorido intentó en vano incorporarse. Sus ojos comenzaron a llorar, producto de una horrenda amalgama de miedo, vergüenza, impotencia y frustración. Sintió el tibio tacto de una mano que lo ayudaba a levantarse. Con la mezcla de efectos entre los ojos llorosos y la oscuridad circundante, apenas podía distinguir la silueta de su samaritano. Una sombra difusa, rodeada de un collage de luces de neón y olor a basura putrefacta.

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