Ocaso Púrpura

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—¡Que no escapen! ¡No permitiremos que la inmundicia de su aliento perviva en nuestros yermos!

Habían transcurrido no menos de quince horas desde que inició la escaramuza. Sin embargo, los ánimos de la horda no se habían mermado. La luz del día estaba pronta a marcharse, pero el líder cazador veía realizada su victoria; dos figuras en el horizonte amenazaban con desvanecerse en el seno del anochecer, más no iban a ser rivales de las flechas.

—¡Disparen! —Y la lluvia fue desatada.

Ahí se encontraban los cuerpos, asaetados, aún vivos, luchando por arrastrarse y evadir una muerte segura. A pesar de haber avanzado unos metros a rastras, ya estaban a los pies del líder y compañía, en medio del sembradío de flechas.

Allí fue el carnaval de miradas furibundas hacia las míseras presas. No hubo tiempo para plegarias ni ruegos. Hachuelas en mano, el cazador asestó al primer sujeto tres golpes mortales, uno por cada brazo. Un medio hombre, dos cabezas y lugarteniente del líder, finiquitó al segundo apuñalando el corazón.

Fue entonces el fin de la jornada. La paz estaba garantizada por una noche más, dos por mucho. La veintena contemplaba con gran alivio la puesta del sol, mientras los arreboles de ultravioleta dominaban poco a poco el firmamento y el aire empujaba las toxinas vitales a los pulmones. Nada como el arsénico del día a día para premiar la dura labor. En cambio las cosas a ras del suelo no complacían a la vista, al menos para quienes tenían ojos. Una cosa era cierta: no podían darse el lujo de dejar a aquellas alimañas a cielo abierto, ofendiendo a las estrellas y al Sol Granate o peor, a la Luna Verde.

Con premura las fosas fueron cavadas y sus ocupantes ya bien ubicados. El cazador contemplaba casi horrorizado la fealdad de sus víctimas. ¿Qué clase de horrores pudo engendrar la Tierra? No podían ser más que un castigo por los pecados de la tribu, eso pensaba. Contemplaba sus piernas; un par recto, tonificado. Dos brazos, nada menos y nada más que dos; cinco dedos bien contados en cada extremidad. La espina rectilínea, ofendiendo las sinuosas espaldas de su gente. Cuando hubo tiempo de observarlos huir, no renqueaban, corrían como los demonios que eran. ¿Demonios? No. Aquellas criaturas eran un sacrilegio viviente. Nada puede vivir bajo la justicia del Sol Granate para desafiar a la misma.

Lo peor sin duda fueron sus rostros. Uno de ellos lo tenía destrozado por la hachuela, pero hubo simetría allí desde un principio; ojos funcionales y derechos, narices finas y era probable que dientes completos también. Una abominación que escondían tras esas máscaras. Qué descaro renegar del aire en esa forma.

¿Qué clase de horrores vivían previo al Gran Estruendo?

Algo sí es seguro: La tribu debía honrar la pureza del mundo que les fue dado. Todo lo demás era blasfemia.

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