Ninfula

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Amor. ¿Qué es el amor? Un sentimiento que te hace querer estar siempre con la misma persona, donde el afecto y el apego son lo principal. Es una serie de actitudes, emociones y experiencias con esa persona. El amor representa lo más bello que tiene el ser humano.
¿Y qué es el sexo? Un instinto, un conjunto de comportamientos que llevan a la satisfacción del deseo sexual. El erotismo, el placer, la intimidad de dos cuerpos.
Y el sexo y el amor no tienen porque ir unidos. El sexo es diferente cuando va unido de amor; la sensualidad y el erotismo no tienen nada que ver cuando te encuentras en este estado a cuando estas respondiendo a un simple instinto por mero placer.
Diría que el sexo sin amor es como un acto biológico más, no muy distinto de comer o beber.
Con los pies descalzos y procurando no hacer ruido, me acerqué con sigilo al dormitorio principal. Allí, tapada con unas sabanas se encuentra descansando Corina. Corina es la persona que llena mi alma, nuestra afinidad es algo que no sabría describir con palabras, como tampoco puedo describir el efecto que produce en mí.
La observo desde la lejana cercanía que nos separa. Su rostro y su cuerpo eran los de una nínfula aunque ya estuviese bien entrada en los veinticinco años.
Eterna juventud cubría su cara, piel de porcelana con dieciocho pecas color chocolate difuminadas debajo de sus párpados, saltando y posándose juguetonas en su nariz respingona. Sus labios pequeños del color de las flores de cerezo estaban húmedos por su saliva. Su pelo del color del carbón se posaba en sus mejillas sonrosadas, terminando a la altura de los hombros, rozando su piel con una suave onda.
Sus manos eran las más pequeñas que había visto sin ser de un niño; suaves y aterciopeladas, las cuales descansaban en las sábanas de color blanco.
Ese blanco rebajado con color rosa bañaba su piel, dotándola de uno de los colores más hermosos que mis ojos lograron ver nunca.
Su diminuto cuerpo tenía unos pechos más bien tirando a pequeños, que se sonrosaban tanto cuando hacía el amor, que parecían melocotones. Tan dulces, redondeados, suaves y sonrosados como esa fruta.
Su cintura se ajustaba, dando la impresión de un corsé apretado, pero sin parecer excesivo. Era perfecta.
Sus caderas, ni pequeñas ni grandes, tenían una preciosa forma redondeada.
Mi nínfula.
Cuando la conocí, fue por el apodo de Lolita. Cuando ya empezamos a saber más de la una y de la otra, me atreví a preguntarle el porqué de su pseudónimo. Fue entonces cuando me regaló el libro “Lolita”, de Nabokov. Me dijo que allí encontraría la respuesta a mi pregunta.
Es desde aquel entonces que la llamo tiernamente mi nínfula. Como una entupida sonrío al verla. Ha sido una dura noche de trabajo para las dos.
Me acerqué más a ella y la retiré con cuidado las sábanas. Corina apretó los ojos y arrugo los labios. Abrió un poco los ojos y bostezó con delicadeza. Después, se estiró tanto como pudo y me dio los buenos días con una sonrisa.
-Si te estiras, casi llegas a una altura normal para un adulto-bromeé. Ella frunció el ceño y me golpeó con la almohada entre risas.
Entonces, me abalancé sobre ella y la tumbé sobre la cama.
-Me lo vas a pagar-la dije con una pícara sonrisa.
-¿Ah si?-su rostro mostró una expresión sensual-No me retes eh. No eres la única que puede jugar Samanta.
Y entonces me acerqué a ella. Ella me besó durante unos segundos y después se separó sonriendo. La devolví la sonrisa y la volví a besar, apoyando mis labios en los de ella. Con la mano derecha, aparté su cabello del rostro; mientras que con la izquierda la sujetaba la cintura, hundiendo mis dedos en su piel. Su lengua juguetona rozó la mía, entrelazándose en un húmedo y cálido juego.
Sin separarme de ella, desplacé una de mis manos a sus torneados pechos. Por encima de la camiseta noté que no llevaba sujetador. Con los dedos índice y pulgar apreté un poco su pezón. Corina soltó un pequeño gemido. Su rostro evocaba al deseo.
Sin quitarle la camiseta, me apoyé a la altura de su pecho y pasé la lengua por el pezón que la acababa de profanar. Mi nínfula se estremeció. Al notar eso, la acerqué a mí, apretándola contra mi cuerpo. Mis pechos aplastaron los suyos. Fijé mi mirada en sus ojos color miel, dejando que notase mi aliento.
Ella llevó sus manos a mi espalda y con una mano, desabrochó mi sostén. Su mirada despertaba deseo e inocencia, y eso me hacía enloquecer. Con el sujetador desabrochado en mis pechos, Corina levantó mi camisón, dejándome únicamente con unas bragas de encaje. Me miraba con deseo y una lujuriosa sonrisa.
Notaba como un ansioso deseo subía desde mis ingles hasta mi cerebro. Me cuesta pensar cuando me mira así. El corazón se me aceleró, y comenzaba a notar como algo se humedecía en mí. El deseo empapaba cada uno de mis poros.
Corina acarició mis pechos con delicadeza, pasando por mi cintura y posándose en el encaje más cercano a mi piel. Entonces me dio la vuelta y me dejó prácticamente desnuda y desprotegida frente al espejo de cuerpo entero que colgaba en la pared. Observé mi cuerpo atlético frente a la diminuta anatomía de Corina. Mis grandes pechos al lado de sus pequeñas montañas, mis anchas caderas contra su respingón trasero. Mi cuerpo curvilíneo frente a su morfología de muñeca.
Entonces ella se sentó detrás de mí y metió una mano por dentro de mi ropa interior. Sus dedos comenzaron a jugar con mi parte más lujuriosa. Esa pequeño bolita que despertaba mis fuegos más ardientes.
Corina apoyaba su cabeza mientras seguía jugando conmigo. Notaba el olor de su pelo, olía a algodón de azúcar, a flores, a frutas, pero también olía a deseo. Su inocencia dormitaba únicamente en su aspecto, pues su actitud era lasciva y juguetona. Era ella quien jugaba con mi cuerpo.
El calor se apoderó de lo más hondo de mi ser, notaba el palpitar de mis ingles y el aceleramiento de mi respiración. Sus dedos seguían jugando con destreza mientras comenzaban a bajar. Notaba como resbalaban en por mis labios más íntimos, llegando a la entrada de mi pequeña y cálida cueva. Entró en ella sin permiso; con movimientos rítmicos y acompasados comenzó a meter y sacar sus dedos de mí. Sus dedos se deslizaban con gran facilidad gracias al líquido incoloro y cálido que salía de mis adentros, presionado por el deseo y la seducción.
En ese instante, Corina sacó sus dedos de mi interior y se los llevó a la boca, cerrando los ojos y deleitándose con mi salado sabor.
Apartó mi melena color carmín de mi espalda, besándome delicadamente la nuca. Notando su aliento, miré su imagen en el espejo. Escudriñé cada centímetro de ella, todo lo que podía ver detrás mi cuerpo. Corina se divertía acariciando mi espalda, pasando sus dedos por mis vértebras, bajando lentamente, apoyándose en su destino final, mi ropa interior.
Con cuidado me retiró las bragas de encaje, dejándome totalmente desnuda frente a nosotras.
Entonces, ella comenzó a desnudarse. Admiré su cuerpo descubierto detrás mío, a sabiendas de lo que iba a hacer.
Se colocó enfrente de mí y, posando su mano entre mis dos pechos, me presionó para que me tumbase. Su rostro se dirigió hacia mi entrepierna, escalando por mis piernas abiertas hacia su postre.
Se quedó a escasos centímetros de mi pubis rasurado. Notaba lo cerca que estaba y en mis adentros me moría de ganas de que continuase. Necesitaba sentirla más.
Suavemente se aproximaba a mi clítoris, posando sus labios unos segundos en él. Me estremecí.
Corina comenzó a lamer con su húmeda lengua aquel botón que encendía mis más ardientes pasiones. Bebió de mí, sirviéndose de nuestra barra libre particular.
Entonces volvió a adentrar sus dedos en mi vagina. La combinación de su lengua en mi clítoris y sus dedos en mi interior me hacían enloquecer. Sentía como ardía por dentro mientras arqueaba la espalda instintivamente a causa del placer. Un sonido jadeante salio de mi boca, complaciendo los deseos de Corina.
Ella sonrió y me llevó al centro de la cama, apoyándose encima de mí, rozando nuestros montes de Venus. Presionó un poco su pubis contra el mío y con una tierna pero seductora sonrisa, volvió a adentrar los extremos de su mano dentro de mi vagina.
Instintivamente hice lo mismo. Mi nínfula soltó un pequeño gemido. Estaba tremendamente húmeda. Paré los dedos dentro de ella, dejando que la excitación aumentase y fue entonces cuando Corina comenzó a moverse, suplicándome que no parase. Con una sonrisa depravada hice lo que su mirada me pedía.
Encima de la cama consumíamos nuestros deseos, el vaivén de nuestros cuerpos sumidos en el placer del deseo, la seducción y el erotismo era una danza donde solo nosotras conocíamos los pasos. Nadie mejor que nosotras conocía el cuerpo de la otra, como darle placer, como hacer que su voz se ahogase en un profundo gemido fruto de un orgasmo.
En aquel momento no existía nada más en el mundo. Nuestros cuerpos y nuestras almas eran una, unidas a través del órgano de la vida.
Las paredes de nuestras vaginas se contraían rítmicamente, casi acompasadas. Intentábamos alargar el placer, retrasando el orgasmo, pero no duramos mucho en dejarnos abrazar por las descargas del clímax. Nuestros cuerpos se agitaron, nuestras espaldas se arquearon, nuestras voces se acompasaron para dejar pasar los sonidos del placer.
Nos miramos exhaustas. Estábamos sonrojadas, lo cual nos hizo gracia. Reímos divertidas, mientras nos mirábamos a los ojos. Estos momentos íntimos entre nosotras nos daban la energía que necesitábamos para seguir afrontado nuestras vidas. Era nuestro pequeño oasis.
Afuera corría el viento, que movía las ramas de los árboles y hacía sonar los cristales. Corina cerró los ojos y se limitó a escuchar la melodía escondida detrás de una danza invisible que bailaba el viento. La encantaba escuchar a la naturaleza, decía que la hacía sentirse en paz. Desde luego, en nuestra vida necesitábamos instantes de paz como aquel…

Llegó el momento de afrontarse a la realidad de nuevo. Debíamos volver al trabajo.
Con ropas cortas y sugerentes, elaborados maquillajes y cabello arreglado nos dirigimos al club donde cada noche ganábamos la comida con nuestros cuerpos.
Corina era una extranjera de los países del Este que vino aquí con el fin de ayudar económicamente a su familia. Su cuerpo inocente evocaba las pasiones más ilícitas e indecentes de muchos hombres, siendo una de las chicas más solicitadas. Conocía perfectamente que su cuerpo evocaba el pecado prohibido de muchos y lo aprovechaba. Por algo su pseudónimo era Lolita.
Al contrario, la clientela buscaba en mí un cuerpo adulto, bien formado. Buscaba de mí el pecado de la exuberancia. Mi nombre de trabajo, Cristal, también era muy conocido en el club al que llegué ahogada por las deudas que me dejó mi ex pareja.
Observé el cartel luminoso de neón que leía desde lejos. “Club Monte de Venus”, una buena alegoría para un prostíbulo, la verdad.
El club era para mí el cielo y el infierno. El cielo donde había conocido al ángel que me salvaba cada día, y el infierno que me quemaba por dentro a causa de la necesidad.
Con paso firme cruzamos la puerta, adentrándonos al bar. Allí bailábamos y con seductores juegos conseguíamos a los clientes. El alcohol también nos ayudaba en esta danza de apareamiento. Aquí, nadie conocía nuestra relación, era nuestro secreto.
Corina no tardó en atraer a clientes, al igual que yo. Sin embargo, no podía evitar distraer mi vista momentáneamente para verla.
Divertida, jugaba con su copa. Bebió un trago de su tequila y después chupó el ácido jugo de un limón para evitar sentirlo tan fuerte. Sus labios parecían más hinchados por la acidez de la fruta, que les concedió también un brillo delicioso. Su cara fue muy jovial. Los hombres se la comían con los ojos con esas caras de ingenuidad que tan bien se le daba poner.
No tardaron en llevársela a una habitación.
Antes de desaparecer de mi vista, mi nínfula me dirigió una mirada furtiva. Las dos sabíamos que aunque nuestros cuerpos estuviesen con otras personas, nuestras almas permanecían juntas, haciéndonos el amor durante horas.
Ellos jamás conocerían la delicadeza con la que sonríe cuando la hago cosquillas, no se pararían a fijarse en las tres pecas que tenía en la nalga izquierda formando un triángulo, ellos jamás verían como su pecho se sonrojaba al tener un orgasmo de verdad.
Cuando entramos en las habitaciones no somos Samanta y Corina, somos Cristal y Lolita.
Ellos tendrían nuestros cuerpos, pero no nuestro placer. Éramos súcubos, como Lilith. Éramos el pecado de la lujuria acompañadas de la ayuda de Dionisio, dios del vino e inspirador del éxtasis. Éramos Afrodita, Venus, Ishtar, Al-lat y todas las diosas del amor y del sexo. Nosotras los teníamos a ellos gracias a nuestros encantos. Pero nuestra esencia era única y exclusivamente de nosotras.
Corina terminó de desaparecer de mi vista cuando un cliente con unas pocas copas de más se apoyó en mi hombro y me susurró al oído lo que anhelaba hacerme. Con una sonrisa le indique el camino a las habitaciones, mientras cruzaba una pierna delante de la otra al andar, creando un sensual caminar para cualquiera que estuviese detrás de mí. Dejé pasar primero al cliente y cerré la puerta suavemente cuando entré yo. Él se quitó la chaqueta del traje y posó su reloj de muñeca encima de la mesilla.
Entonces, comencé a bajar la cremallera de mi vestido, aceptando los deseos que me había confesado momentos antes.
Cerré los ojos y pensé en Corina, que estaba pasando por lo mismo que yo. Lo único que nos preocupaba cuando estábamos en el club era intentar ver la hora de forma subrepticia en el reloj de algún cliente, para volver a nuestro paraíso particular entre las piernas de la otra.
Volver a unir corazón y cuerpo en uno, fundiéndonos en la dicha del deleite verdadero de nuestros cuerpos…


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