Rilla corrió por el hermoso bosque de arces iluminado por el sol hasta su rincón favorito en el Valle del Arco Iris, detrás de Ingleside. Se sentó sobre una roca mohosa entre los helechos, apoyó el mentón en las manos y contempló el cielo azul resplandeciente de la tarde de agosto; tan azul, tan pacífico: el mismo cielo que siempre se había arqueado sobre el valle en los días dulces del verano. Deseaba estar sola, pensar, adaptarse si fuera posible, al nuevo mundo al que
había sido trasplantada tan repentina y completamente.
Su propia identidad la desconcertaba. ¿Seguía siendo la misma Rilla Blythe que había bailado en los Cuatro Vientos hacía seis días, solamente seis días? Le parecía que había vivido tantas cosas en esos seis días como en toda su vida anterior. Aquella velada, con sus esperanzas, temores, triunfos y humillaciones le parecía historia antigua. ¿Realmente había llorado porque la habían olvidado y había tenido que regresar a pie con Mary Vance? Ah, pensó Rilla con tristeza, qué triviales y absurdas parecían esas lágrimas ahora. En este momento sí que podría llorar, ahora sí que tenía motivos, pero no lo haría, no debía hacerlo. ¿Qué era lo que había dicho mamá, mirándola con ojos asustados y labios pálidos que ella nunca le había visto antes?
Cuando nuestras mujeres fallen en valor ¿Seguirán nuestros hombres sin temor? Sí, ésa era la cuestión. Tenía que ser valiente, como mamá, Nan y Faith… Faith, que había exclamado con ojos relampagueantes:
«¡Ah, si pudiera ser hombre, para ir también!». Pero cuando le ardían los ojos y le quemaba la garganta tenía que ocultarse en el Valle del Arco Iris por un rato, para ordenar las cosas en su mente y recordar que ya no era una niña…, ahora era adulta y las mujeres tenían que saber enfrentar cosas como ésta. Pero era bonito escapar sola de vez en cuando; esconderse donde nadie podía verla ni pensar que era cobarde porque se le escaparan algunas lágrimas de tanto en tanto. ¡Qué dulce era el aroma de los helechos! ¡Con qué suavidad se agitaban y
susurraban encima de ella las grandes ramas plumosas de los abetos! ¡Cuánta magia tenía el sonido de las campanillas de los «Enamorados del Árbol», un tintineo aquí y allí cuando soplaba la brisa! ¡Qué azul y punzante era el humo del incienso ofrecido en los altares de las colinas! Todo estaba igual que en millones de otras ocasiones y sin embargo, la faz del mundo parecía haber cambiado. «¡Qué mala fui cuando dije que mi deseo era que pasara algo dramático! —pensó Rilla—. ¡Ah, si pudiéramos volver a disfrutar de esos días queridos, monótonos y placenteros! Nunca, nunca jamás volvería a quejarme».
El mundo de Rilla se había hecho pedazos un día después de la fiesta. Estaban sentados a la mesa hablando sobre la guerra después de la cena cuando sonó el
teléfono de Ingleside. Era una llamada de larga distancia, de Charlottetown, para Jem.
Cuando terminó de hablar, colgó el aparato y se volvió, sonrojado y con los ojos brillantes. Antes de que hubiera dicho una palabra, su madre, Nan y Di palidecieron.
En cuanto a Rilla, por primera vez en su vida sintió que todos oían el latido de su corazón y eran conscientes del nudo que acababa de formarse en su garganta.
—Están pidiendo voluntarios en la ciudad, papá —anunció Jem—. Ya se han enrolado muchos. Esta misma noche voy a hacerlo yo.
—Ay, Jem, mi niño —exclamó la señora Blythe con la voz quebrada.
Hacía muchos años que no lo llamaba así, desde el día en que él le había dicho que le disgustaba el apodo.
—«Ay, no, Jem, mi niño».
—Tengo que hacerlo, mamá. ¿No es así, papá? —preguntó Jem.
—Sí, Jem, sí… si lo sientes así, sí.
La señora Blythe se cubrió el rostro. Walter miró con los ojos sombríos el plato
que tenía delante. Nan y Di se tomaron de la mano. Shirley trataba de no parecer consternado. Susan estaba como paralizada, con el trozo de tarta a medio comer en el
plato.
Jem se volvió hacia el teléfono.
—Tengo que llamar a la rectoría. Jerry también querrá ir.
Nan lanzó un grito como si le hubieran clavado un cuchillo y salió corriendo de la habitación. Di la siguió. Rilla se volvió hacia Walter en busca de consuelo, pero
Walter estaba perdido en ensoñaciones que no podía compartir con nadie.
—Muy bien —decía Jem, con la misma serenidad con la que hubiera organizado los detalles de un picnic—. Pensé que estarías de acuerdo… sí, esta noche… el de las siete de la tarde… nos vemos en la estación. Hasta luego.
—Mi querida señora —dijo Susan—. Me gustaría que me despertara de una vez.
¿Estoy soñando… o estoy despierta? Nuestro Jem, ¿se da cuenta de lo que está diciendo? ¿Habla de enrolarse como soldado? ¡Y no va a decirme que quieren chiquillos como él! Es un escándalo. Usted y el doctor no van a dejarlo, ¿verdad? No lo permitirán.
—No podemos impedirlo —respondió la señora Blythe, entre lágrimas—. ¡Ay,
Gilbert!
El doctor Blythe se acercó a su mujer y le tomó la mano. Bajó la mirada hacia esos dulces ojos grises que sólo una vez había visto llenos de tanta angustia suplicante como ahora. Ambos recordaban la ocasión: el día en que años atrás, en la
Casa de los Sueños, había muerto la pequeña Joyce.
—¿Preferirías que se quedara, Ana, que viera marcharse a los otros pensando que es su deber hacerlo? ¿Preferirías que fuera tan egoísta y mezquino de alma?
—¡No, no! Pero… es nuestro primogénito… No es más que un muchacho…
Gilbert… Trataré de ser valiente más adelante. Ahora no puedo. Todo es tan brusco. Dame tiempo.
El doctor y su esposa salieron de la habitación. Jem se había ido… Walter, también. Shirley se puso de pie para marcharse. Rilla y Susan se quedaron mirándose por encima de la mesa desierta. Rilla todavía no había llorado. Estaba demasiado aturdida para eso. Entonces vio que Susan estaba llorando. Sí, Susan, a la que jamás
había visto derramar una lágrima.
—Ay, Susan, ¿Jem se va de veras? —preguntó.
Susan se secó las lágrimas con aire decidido y se puso de pie.
—Me voy a lavar los platos. Eso es algo que hay que hacer aunque todos se hayan vuelto locos. Vamos, mi vida, no llores. Jem se va, sí, supongo que es cierto, pero la guerra va a terminar antes de que él llegue. Tratemos de ser valientes y no
preocupemos a tu pobre madre.
—En el Enterprise de hoy dice que lord Kitchener afirmó que la guerra durará tres años —comentó Rilla con voz vacilante.
—No conozco a lord Kitchener —respondió Susan con dignidad—, pero me atrevo a decir que es capaz de cometer errores con tanta frecuencia como otras personas. Tu padre dice que terminará dentro de unos meses y tengo tanta confianza en su opinión como en la de cualquier lord.
Jem y Jerry fueron a Charlottetown esa noche y dos días más tarde volvieron de uniforme. Todo Glen zumbaba de emoción al respecto. La vida en Ingleside de pronto se había vuelto algo tenso, emocionante. La señora Blythe y Nan se mostraban valientes y llenas de sonrisas. La señora Blythe, junto con la señorita Cornelia estaban organizando una Cruz Roja. El doctor y el señor Meredith estaban reuniendo hombres para una Sociedad Patriótica. Rilla, después del primer impacto y a pesar del
dolor que sentía, reaccionó ante lo romántico de la situación. A Jem le quedaba muy pero muy bien el uniforme. Era maravilloso pensar en los muchachos de Canadá
respondiendo con tanta rapidez y valentía al llamado del país. Rilla iba con la cabeza alta entre las muchachas cuyos hermanos no se habían enrolado. Escribió en su
diario:
Se va a hacer lo que hubiera hecho yo si la hija de Douglas hubiera sido un varón.
Y estaba segura de que sentía eso. De haber sido un varón, ¡por supuesto que hubiera ido, también! No tenía la menor duda.
Se preguntaba si estaría muy mal de su parte alegrarse de que Walter no se hubiera recuperado tan rápido como lo deseado después de la fiebre tifoidea.
No podría soportar que Walter se fuera también —escribió—. Quiero muchísimo a Jem, pero Walter significa más que nadie en el mundo para mí y me moriría si se
tuviera que ir. Se lo ve tan cambiado en estos días. Casi nunca me habla. Supongo que quiere ir también y se siente mal porque no puede hacerlo. No se junta con Jem y
Jerry en absoluto. Nunca me voy a olvidar del rostro de Susan cuando Jem llegó a casa con su uniforme. Susan se contrajo como si fuera a llorar pero lo único que dijo fue:
«Casi un hombre con eso, Jem». Jem rió. A él no le importa que Susan siga pensando que es un niño. Todos parecen muy ocupados, excepto yo. Ojalá hubiera algo que pudiese hacer, pero no encuentro nada. Mamá, Nan y Di están ocupadas todo el tiempo y yo no hago más que deambular como un fantasma. Lo que me duele es que las sonrisas de mamá y de Nan parecen externas, falsas. Los ojos de mamá no se ríen. Nunca. Me hace sentir que yo tampoco debería reír, que es perverso tener
ganas de hacerlo. Y a mí me cuesta tanto no reír aunque Jem se va. Pero cuando me río, ya no disfruto como antes. Hay algo detrás que me duele, sobre todo cuando me despierto de noche. De noche lloro porque tengo miedo de que Kitchener de Jartum tenga razón y la guerra dure años y Jem… no, no voy a escribirlo. Me haría sentir que realmente puede pasar. El otro día Nan dijo: «Nada puede volver a ser como antes,
nunca, nunca». Me hizo sentirme rebelde. ¿Por qué no, cuando todo termine y Jem y Jerry hayan vuelto? Vamos a ser felices y estar alegres y estos días serán como un mal sueño.
La llegada del diario es el acontecimiento más emocionante del día. Papá se lanza sobre él —jamás lo vi lanzarse sobre algo antes—, y el resto de nosotros nos apretujamos a su alrededor y leemos los titulares por encima de su hombro. Susan jura que no cree ni creerá una sola palabra de lo que dicen los periódicos, pero siempre viene a la puerta de la cocina, escucha y después se retira, sacudiendo la
cabeza. Está terriblemente indignada, todo el tiempo, pero prepara todas las cosas que le gustan a Jem y no se quejó cuando ayer encontró a Lunes durmiendo en la cama de
la habitación de huéspedes, encima de la colcha que le había hecho la señora Rachel
Lynde.
«Sólo Dios sabe dónde va a dormir tu amo dentro de poco tiempo, mi pobre
animal», masculló mientras lo echaba con toda gentileza. Pero no se ha suavizado en absoluto con respecto a Doc.
Dice que en cuanto el gato vio a Jem en uniforme, se convirtió en el señor Hyde, cosa que debería dejar bien claro la clase de bestia que es.
Susan me causa gracia; la quiero mucho. Shirley dice que es mitad ángel y mitad buena cocinera. Pero claro, ella nunca lo riñe.
Faith Meredith es maravillosa.
Creo que Jem y ella se han comprometido. Se la
ve con una luz especial en los ojos, pero sus sonrisas son algo tiesas y almidonadas igual que las de mamá. Me pregunto si yo podría ser tan valiente si el muchacho del que estuviera enamorada se fuera a la guerra. Ya es bastante horrible que se vaya el hermano de una. Según la señora Meredith, Bruce Meredith lloró toda la noche cuando se enteró de que se iban Jem y Jerry. Es un niñito encantador. Lo adoro… aunque no me gustan demasiado los niños. Los bebés me disgustan aunque cuando lo digo, la gente me mira como si hubiera dicho algo terriblemente escandaloso. Bueno, no me gustan y tengo que ser sincera al respecto. No me molesta mirar a un bebé lindo y limpio si lo sostiene otra persona, pero no lo tocaría por nada del mundo y no
me despierta la menor ternura. Gertrude Oliver dice que siente lo mismo. Es la persona más franca que conozco. Nunca finge. Dice que los bebés la aburren hasta que aprenden a hablar; luego le gustan, pero a distancia. Mamá, Nan y Di adoran los bebés y me creen un monstruo porque no siento lo mismo.
No volví a ver a Kenneth desde la noche de la fiesta. Estuvo aquí una tarde cuando volvió Jem pero yo no estaba. Creo que no me mencionó en absoluto; por lo menos nadie me lo dijo y yo estaba decidida a no preguntar… y además no me importa. Lo de esa noche ya no me importa, en serio. Lo único que cuenta es que Jem se ofreció como voluntario para el servicio activo y que se va a Valcartier en pocos
días, mi querido, mi espléndido hermano mayor, Jem se va. ¡Ay, me siento tan orgullosa de él!
Supongo que Kenneth también se enrolaría si no fuera por el tobillo. Pienso que es providencial que se lo haya quebrado. Es el único hijo de su madre y me imagino lo mal que se sentiría ella si él se fuera. ¡Los hijos únicos jamás deberían pensar en enrolarse!.
Walter se acercó caminando por el valle con la cabeza gacha y las manos entrelazadas detrás de la espalda. Al ver a Rilla sentada allí, dio media vuelta, pero luego se arrepintió y fue hacia ella.
—Rilla-mi-Rilla, ¿en qué estás pensando?
—Todo está tan cambiado, Walter —respondió ella con tristeza—. Hasta tú…
estás distinto. Hace una semana estábamos todos tan felices… y ahora… no me encuentro, en serio, no me encuentro por ningún lado. Estoy perdida.
Walter se sentó sobre una piedra cercana y tomó la manita suplicante de Rilla.
—Me temo que nuestro antiguo mundo acaba de terminar, Rilla. Tenemos que aceptarlo.
—Es tan terrible pensar en Jem —exclamó Rilla—. A veces me olvido durante un tiempo lo que significa y me siento entusiasmada y orgullosa… y después me llega el verdadero significado de lo que le pasa y entonces es como un viento helado.
—¡Envidio a Jem! —declaró Walter con tono sombrío.
—¡Envidias a Jem! ¡Ay, Walter no vas a decirme que tú también quieres ir!
—No —replicó Walter, con la vista fija delante de él, en el verde panorama del valle—. No, no quiero ir. Ése es el problema, Rilla, tengo miedo de ir. Soy cobarde.
—¡No digas eso! —exclamó Rilla, indignada—. Cualquiera tendría miedo de ir. Podrían… Dios, podrían matarte.
—No me importaría eso si no doliera —masculló Walter—. No creo que le tenga miedo a la muerte en sí… Me parece que le tengo miedo al dolor que la precede… No, no sería tan malo morir y que todo terminara… ¡pero morir de a poco! Siempre le tuve miedo al dolor, Rilla… tú lo sabes. Me estremezco cuando pienso en la
posibilidad de quedar lisiado… o ciego. Ay. Rilla, no puedo enfrentar esa idea. Quedar ciego… no volver a ver nunca la belleza del mundo, la luna sobre Cuatro Vientos, las estrellas entre los pinos… la bruma sobre el golfo. Debería ir… debería
querer ir, pero no es así. La idea de hacerlo me enferma y por eso tengo vergüenza, mucha vergüenza.
—Pero, Walter, no podrías ir aunque quisieras —protestó Rilla. La invadía un
nuevo terror. ¿Y si Walter se fuera después de todo?—. No estás lo suficientemente fuerte.
—Claro que sí. En este último mes me siento tan fuerte como antes de la
enfermedad. Pasaría cualquier examen médico, lo sé. Todos piensan que todavía no estoy recuperado y yo me escondo detrás de esa excusa. Debería… debería haber sido mujer —concluyó Walter en un estallido de amargura.
—Aunque estés fuerte, no deberías ir —lloró Rilla—. ¿Qué haría mamá? Se le parte el corazón por Jem. Veros partir a ambos, la mataría.
—No pienso ir, no te preocupes. Ya te dije que tengo miedo, miedo. Y no me miento ni ando con rodeos frente a mí mismo. Y es un alivio admitirlo ante ti, Rilla. No se lo confesaría a nadie más… Nan y Di me despreciarían. Pero odio todo lo que tiene que ver con la guerra, el horror, el dolor, la fealdad. La guerra no es un uniforme ni un desfile; todo lo que leí sobre la guerra en viejas historias me estremece. De
noche me quedo despierto y veo cosas que han sucedido, veo la sangre, la suciedad, la miseria. ¡Una carga de bayonetas! Tal vez pudiera tolerar otras cosas, pero eso no,
jamás. Me enfermo de sólo pensarlo; me enferma más pensar en herir que en ser
herido… pensar en atravesar a otro hombre con una bayoneta. —Walter se estremeció —. Pienso en esas cosas todo el tiempo… Y me parece que Jem y Jerry no se dan cuenta. ¡Se ríen y hablan de «reventar a los hunos»! Pero a mí me enfurece verlos de uniforme.
Y ellos creen que estoy de mal humor porque mi condición física no me permite ir…—Walter rió con amargura—. No es agradable sentirse cobarde. Pero
Rilla lo abrazó y apoyó la cabeza sobre su hombro. Se alegraba tanto de que él no quisiera ir… había tenido mucho miedo por un instante, cuando él habló del deber. Y era tan bueno que Walter le confiara sus problemas, a ella, no a Di. Ya no se sentía tan superflua ni tan solitaria.
—¿No me desprecias, Rilla-mi-Rilla? —preguntó Walter con tristeza. De algún modo, le dolía pensar que Rilla pudiera sentir desdén, como le hubiera dolido que Di lo despreciara. De pronto se dio cuenta de cuánto quería a esta hermanita suya que lo adoraba, esta chiquilla de ojos suplicantes y rostro preocupado.
—Claro que no. Si cientos de personas sienten lo mismo que tú. Recuerdas esos versos de Shakespeare en el viejo libro de lectura: «el hombre valiente no es el que no siente miedo».
—No, pero es «el hombre cuya noble alma su miedo somete». Y yo no lo hago. No hay nada que hacer, Rilla. Soy cobarde.
—No. Piensa en cómo luchaste contra Dan Reese esa vez, hace tiempo.
—Un estallido de coraje no alcanza para toda una vida.
—Walter, una vez oí decir a papá que tu problema era tu naturaleza sensible y tu
imaginación vívida. Sientes las cosas antes de que pasen y las sientes tú solo, y no tienes nada que te ayude a soportarlas, a alejarlas. No es nada vergonzoso. Cuando
Jem y tú se quemaron las manos esa vez que se incendiaron los matorrales de la colina, Jem hizo mucho más aspaviento que tú por el dolor.
En cuanto a esta guerra horrible, tu presencia no va a ser necesaria, ya verás. No durará mucho.
—Me gustaría creerte. Bueno, Rilla, es hora de ir a cenar. Date prisa. Yo no
pienso comer hoy.
—Tampoco yo. No podría tragar bocado. Déjame estar aquí contigo, Walter. Me hace tanto bien hablar con alguien. Todos los demás me consideran demasiado niña. Dicen que no puedo entender lo que pasa.
Así que los dos se quedaron sentados en el viejo valle hasta que el lucero atravesó una delicada nube gris sobre los arces y una fragante oscuridad cayó sobre el
escondite. Fue uno de los atardeceres que Rilla atesoraría durante toda su vida, el primero en que Walter le había hablado como si fuera una mujer. Esa tarde los dos hermanos se reconfortaron y se dieron aliento mutuamente. Al menos por un momento, Walter sintió que no era tan despreciable tenerle miedo al horror de la guerra; y Rilla se alegró de recibir las confidencias del poeta, de tener la capacidad que hacía falta para darle fuerzas y serenarlo. Ella era importante para alguien.
Cuando regresaron a Ingleside, encontraron visitas en la galería. Habían venido el señor y la señora Meredith desde la rectoría y el señor Norman Douglas y su esposa, desde la granja. También estaba la prima Sophia, sentada con Susan en un rincón en
penumbra. La señora Blythe, Nan y Di habían salido, pero el doctor estaba en casa y
por supuesto, también el doctor Jekyll, sentado en dorada majestad sobre el escalón superior. Todos hablaban de la guerra, por supuesto, excepto el gato, que se mantenía
en silencio y miraba a todos con aire desdeñoso. En esos días no había otro tema de conversación que la guerra; y el viejo Highland Sandy de Harbour Head hablaba de la guerra hasta cuando estaba solo, sin otra persona con la que charlar y lanzaba
anatemas al Káiser desde los acres de su granja. Walter se alejó del grupo. No quería que lo vieran, pero Rilla se sentó en los escalones que olían a menta. Era un atardecer
muy calmo; una tenue luz dorada cubría el valle. Rilla se sentía más feliz esa tarde que en toda la horrible semana que había pasado. Ya no la acosaba el miedo de que Walter también se fuera.
—Iría yo mismo si tuviera veinte años menos —gritaba Norman Douglas.
Siempre gritaba cuando estaba alterado—. ¡Y le mostraría un par de cosas a ese Káiser! ¿Alguna vez dije que no existe el infierno? Mentira, hay docenas de infiernos y ahí es donde van a ir a parar el Káiser y todos sus secuaces.
—Yo sabía que se venía esta guerra —declaró la señora de Norman con aire triunfante—. La vi venir desde el principio. Podría haberles dicho a todos esos estúpidos ingleses lo que les esperaba. Te lo dije a ti, John Meredith, y te lo dije hace años; te advertí lo que tramaba el Káiser pero no quisiste creerme. Dijiste que ese hombre no metería al mundo en una guerra. ¿Quién tenía razón, John, tú o yo? Dímelo.
—Tú, lo admito —respondió el señor Meredith.
—Ahora es demasiado tarde para admitirlo —respondió la señora Douglas meneando la cabeza, como para insinuar que si John Meredith lo hubiera admitido antes podría haberse evitado la guerra.
—Por suerte, la marina inglesa está lista —observó el doctor.
—Lo mismo digo —asintió la señora Douglas—. Se diría que todos estaban ciegos pero por lo menos, se ve que alguien tuvo la previsión de encargarse de eso.
—El que va a encargarse de Alemania es el ejército inglés —gritó Norman—. Ya van a ver. El Káiser va a descubrir enseguida que la guerra en serio no es lo mismo que pasear por Berlín con los bigotes para arriba.
—Inglaterra no tiene ejército —declaró la señora Douglas con vehemencia—. Y no tienes por qué mirarme así, Norman. Con eso no lograrás sacar soldados de los troncos de los árboles. Cien mil hombres son un bocadillo de copetín para los millones de Alemania.
—Pero les va a costar masticarlos, te lo aseguro —insistió Norman con valentía —. Alemania se va a quedar sin dientes. No vas a negar que un inglés vale por diez extranjeros.
—Me dijeron —dijo Susan— que el viejo señor Pryor no cree en esta guerra. Que
dice que Inglaterra entró porque estaba celosa de Alemania y que en realidad no le importaba nada de lo que le estaba pasando a Bélgica.
—Sí, tengo entendido que estuvo diciendo disparates de esa clase —estuvo de acuerdo Norman—. Pero yo no lo oí. Si lo oigo, ese Patillas en la luna no va a saber qué le sucedió. Esa parienta mía, Kitty Alec, dice lo mismo, parece. No delante de mí, claro está. Por algún motivo, la gente no se permite ese tipo de comentarios en mi presencia. Tienen cierta sensación de que no sería bueno para ellos.
—Mucho me temo que esta guerra sea un castigo por nuestros pecados —
interpuso la prima Sophia, abriendo y cerrando las manos sobre su estómago—. El mundo es malvado y corrupto.
—El rector tiene una idea parecida —rió Norman—. ¿No es así, rector? Es por
eso que la otra noche dio el sermón sobre el texto «Sin derramamiento de sangre no es posible la remisión de los pecados». Yo no estaba de acuerdo con usted. La verdad que me dieron ganas de subir al púlpito y gritar que lo que estaba diciendo era una
estupidez pero Ellen no me dejó. Desde que me casé, ya no puedo divertirme
insultando a los predicadores.
—Sin derramamiento de sangre no hay nada —declaró el señor Meredith con la suavidad característica con que siempre lograba convencer a sus oyentes—. Yo creo que todo lo que se consigue, se consigue con el sacrificio. Nuestra raza ha marcado cada paso doloroso de su ascenso con sangre. Y ahora van a fluir torrentes. No, señora Crawford, no creo que la guerra haya sido enviada como castigo por nuestros pecados. Pienso que es el precio que debe pagar la humanidad por alguna bendición, algo lo suficientemente bueno como para valer ese precio, algo que quizá no lleguemos a ver pero que va a ser la herencia de nuestros hijos.
—¿Y si matan a Jerry, va a seguir pensando lo mismo? —quiso saber Norman, que se pasaba la vida diciendo ese tipo de cosas y no veía por qué no debería hacerlo —. Y deja de darme puntapiés, Ellen. Quiero ver si el rector hablaba en serio o si era solamente un cuentito para el púlpito. Al señor Meredith le temblaron los labios. Había pasado una hora terrible a solas en su estudio la noche que Jem y Jerry se habían marchado a la ciudad. Pero respondió con serenidad.
—Mis sentimientos no importan, no tienen nada que ver con mi forma de pensar, mi seguridad es de que un país cuyos hijos están dispuestos a dejar la vida en su defensa obtendrá una nueva visión a causa de su sacrificio.
—Veo que sí habla en serio, rector. Siempre me doy cuenta cuando la gente es franca. Es un don innato que tengo. ¡Me convierte en el terror de muchos presbíteros, créame! Pero a usted, todavía no lo atrapé nunca diciendo algo que no sintiera. Siempre tengo la esperanza de hacerlo… es lo que me reconcilia con la idea de ir a la iglesia. Sería tan reconfortante para mí, un arma tan buena con que golpear a Ellen cuando trata de civilizarme. Bueno, tengo que cruzar un momento a ver a Ab Crawford. Que los dioses los acompañen.
—¡Viejo pagano! —masculló Susan mientras Norman se alejaba. No le importaba que Ellen Douglas la escuchara. Susan no entendía la razón por la que el fuego divino no descendía sobre Norman Douglas cuando insultaba a los ministros de la Iglesia de esa forma. Pero lo asombroso era que el señor Meredith parecía apreciar realmente a su cuñado. Rilla deseaba que cambiaran de tema. No había oído otra cosa que conversaciones sobre la guerra en toda la semana y estaba harta. Ahora que estaba libre del terror de que se fuera Walter, la impaciencia la consumía. Pero supuso —con un suspiro— que todavía quedarían tres o cuatro meses de conversaciones de esa clase.
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Rilla, la de Ingleside
Ficção Adolescente8/8 En esta obra, que cierra la serie de Tejas Verdes, veremos cómo varios de los hijos de Ana y Gilbert, así como otros personajes, se encaminan, con diferentes motivaciones, hacia lo desconocido. La Gran Guerra en Europa ha comenzado y como no pu...