Capítulo 1: La vida no es una comedia romántica

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Rodrigo

Hay quien cree que la vida es como una comedia romántica, que cuando encuentras al amor de tu vida una sinfonía de violines toca al tiempo que te fundes en un profundo beso jurando amor eterno mientras comes perdices. Pero eso iba a cambiar, nosotros íbamos a demostrar que los cuentos solo cuentos son, que nadie te jura amor eterno, que la realidad es muy diferente a como nos la presentan en el cine y la televisión.

Quizá todo esto empezó porque cuando tenía diez años vi como a mi hermana la dejaban plantada en el altar, literalmente, o quizá cuando los padres de Roberto se divorciaron. También pudo ser cuando el padre de Mateo intentó matar a su mujer antes de suicidarse creyendo que había muerto. Da igual, quizá no hay un momento fijo en nuestras vidas, simplemente sabíamos desde pequeños que la vida no era una comedia romántica y queríamos demostrarlo y ya sea dicho de paso, obtener un fantástico y suculento premio.

Cuando Roberto cumplió los dieciséis años decidimos emborracharnos en casa de Mateo. Fue una fiesta solo de los tres, sin más amigos y sin chicas. Solamente los tres mosqueteros. Aquel día, medio ebrios y cansados de jugar a la PlayStation, empezamos a filosofar como solía decir Mateo. Medio tirados en el suelo y entre cerveza y cerveza acabamos haciendo una apuesta para demostrar que llevábamos razón sobre la vida y el amor.

―Las comedias americanas están abduciendo a la humanidad ―comentó Roberto abriendo una botella, de algo que ya no recuerdo, para llenar unos vasos de chupito.

―Las chicas creen que su príncipe azul llamará a la puerta y les cogerá en volandas y vivirán felices para siempre ―repliqué pensando en la boda de mi hermana. Apuré mi cerveza mientras me disponía a abrir otra pero Mateo me detuvo.

―¿Qué haces? ―Me la apartó de las manos―. Es la hora de los chupitos.

Roberto relleno los diminutos vasos de plástico y nos dio uno a cada uno.

―Entonces, ¿hay trato, chicos? ―Preguntó con una sonrisa pícara.

―Por su puesto, ahora que nadie se cague, ¿eh? Debemos hacerlo por toda la gente que ha sufrido alguna vez por la plaga del amor de comedia americana ―Mateo nos miró atentamente para confirmar que ninguno nos íbamos a echar para atrás.

―El baile del instituto será decisivo ―dije tragándome el contenido del vasito sin esperar a mis amigos. Puse una mueca cuando el líquido atravesó mi garganta y la calentó con rapidez.

―Y de esto a nuestras novias ni una palabra ―advirtió Roberto tragándose su chupito, sin embargo, él no puso ninguna mueca, probablemente porque no sería la primera vez que probaba aquel menjunje.

―Somos los justicieros de la verdad sobre el amor ―Mateo bebió directamente de la botella dejando a su vaso de chupito expectante esperando a ser bebido, sin embargo, pronto fue vaciado gracias a Roberto que se lo tomó de un trago.

Aquel día habíamos hecho una promesa, haríamos justicia y demostraríamos que el amor no es como lo pintan en las comedias americanas, sí, esas en las que el chico guapo acaba con la chica poco agraciada después de que él se lo hace pasar canutas. Esas en las que ella le perdona todo y le da igual lo que haya hecho, esas en las que el chico va de machote y acaba arrepintiéndose de lo que ha hecho y enamorándose de ella. La vida no es así, o al menos no debería serlo, ese era nuestro lema. Mi hermana había creído en ese tipo de amor, el sueño de su boda ideal, una boda de ensueño con un amor de ensueño, claro de ensueño hasta que él le dijo en el mismo altar que no se casaría con ella y que se había liado con su mejor amiga. Los padres de Roberto fingían ser una pareja ideal públicamente, sin embargo, cuando ibas a su casa era un continuo calvario, gritos y platos rotos se producían día sí y día también. Años de sufrimiento de la madre de Mateo, tanto física como psicológicamente; denuncias que no servían de nada y un intento de asesinato acabando con la vida de su agresor. ¿Amor? ¿Dónde?

Esto no significaba que creyésemos que el amor no existía, tampoco hay que ser tan radicales, aunque al principio de todo esto lo éramos un poco; simplemente sabíamos desde una edad muy temprana que la vida no era color de rosas y que había quienes creían que sí lo era. Por eso habíamos hecho una apuesta, pese a que haríamos daño a tres personas creímos que era necesario. Y el baile sería el momento cumbre donde demostraríamos la verdad, donde desmontaríamos el mito sobre el amor peliculero.

¿En qué consistía la apuesta? Bueno, para eso nos basamos en los clichés de ese tipo de películas, cada uno conquistaríamos a alguien y acabaría llevándole al baile. Quien llegase a ese momento sin que fuera descubierto y cumpliendo todos los objetivos, ganaría. ¿El premio? Los otros dos deberían pagarle el viaje de fin de curso.

Para no tener problemas entre nosotros lo hicimos por sorteo. A mí me toco Marisa, la chica más rarita de clase. Cumplía el tópico de aquellas películas: Vestía raro, llevaba gafas de pasta y aparato dental. Marisa siempre iba cabizbaja por los pasillos del instituto y era bastante callada. Si por si eso fuera poco era la más empollona de clase, ¿fácil verdad? Lo sería si no fuera porque mi novia estaba en nuestra misma clase, quien además era la más popular del instituto. Efectivamente, mi novia cumplía los cánones de los clichés americanos: pija, popular en el instituto, mandona, y muy superficial. Sin olvidarme que se había teñido su pelo lacio de rubio platino y llevaba cada dos por tres un nuevo modelito.

Aunque quizá también era difícil para mí porque a Mateo le había tocado el perrito faldero de mi novia, Elvira. Otro topicazo que vemos en ese tipo de películas, la amiguita fiel de la chica popular que es tratada como un perrito faldero y que se deja tratar así, que no tiene amor propio. Todo lo que mi novia le decía ella lo hacía esperando a que le diera un caramelito. Bueno lo del caramelito es una forma metafórica de hablar, pero no me extrañaba que en algún momento lo hubiese hecho.

Quedaban dos meses para el baile de fin de curso, algo que se había implantado dos años atrás cuando nunca habíamos tenido una tradición tan estúpida, encima con elección de reyes del baile, había que acabar con eso, había que conseguir que el ganador y su conquista ganasen la corona y acabar así con todo esto. No había mucho tiempo, dos meses para conquistar a tres personas era un tiempo récord, teníamos que ponernos las pilas.

―Que gane el mejor ―exclamó Roberto levantando su chupito en señal de que se produjera un brindis y así hicimos. Nuestros diminutos vasos se chocaron antes de ser bebidos por nosotros. El juego había comenzado.

Apuesta a 3 bandasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora