2. La destructividad

38 0 0
                                    


Ya nos hemos referido a la necesidad de distinguir entre los impulsos sadomasoquistas y los destructivos, aun cuando ambos se hallan generalmente mezclados. La destructividad difiere del sadomasoquismo por cuanto no se dirige a la simbiosis activa o pasiva, sino a la eliminación del objeto. Pero también los impulsos destructivos tienen por raíz la imposibilidad de resistir a la sensación de aislamiento e impotencia. Puedo aplacar esta última, que surge al compararme con el mundo exterior, destruyendo las cosas y las personas. Por cierto, aun cuando logre eliminar el sentimiento de impotencia, siempre quedaré solo y aislado, pero se trata de un espléndido aislamiento en el que ya no puedo ser aplastado por el poder abrumador de los objetos que me circundan. La destrucción del mundo es el último intento —un intento casi desesperado— para salvarme de sucumbir ante aquél. El sadismo tiene como fin incorporarme el objeto; la destructividad tiende a su eliminación. El sadismo se dirige a fortificar al individuo atomizado por medio de la dominación sobre los demás; la destructividad trata de lograr el mismo objetivo por medio de la anulación de toda amenaza exterior.

Todo observador de las relaciones personales que se desarrollan en nuestra sociedad no puede dejar de sentirse impresionado por el grado de destructividad que se halla presente en todas partes. En general no se trata de un impulso experimentado de manera consciente, sino que es racionalizado de distintas mañeras. En efecto, no hay nada que no haya sido utilizado como medio de racionalización de la destructividad. El amor, el deber, la conciencia, el patriotismo, han servido de disfraz para ocultar los impulsos destructivos hacia los otros y hacia uno mismo. Sin embargo, debemos distinguir entre dos especies de tales tendencias. Están las que resultan de una situación específica; tal es, por ejemplo, la reacción que origina el ataque contra la vida o la integridad propia o ajena, o bien contra aquellas ideas con las cuales una persona se identifica. En este caso, la destructividad es el concomitante necesario de la afirmación de la propia vida.

La destructividad de que estamos tratando ahora no pertenece, empero, a este tipo racional —o mejor dicho reactivo—, sino que constituye una tendencia que se halla constantemente en potencia dentro del individuo, el cual, por decirlo así, está acechando la oportunidad de exteriorizarla. Cuando no existe ninguna razón objetiva que justifique una manifestación de destructividad, decimos que se trata de un individuo mental o emocionalmente enfermo (aun cuando tal persona nunca deja de construir alguna clase de racionalización). Sin embargo, en la mayoría de los casos, los impulsos destructivos son racionalizados de tal manera, que por lo menos un cierto número de personas, o aun todo un grupo social, participan de las creencias justificativas; de este modo, para todos sus miembros, tales racionalizaciones parecen corresponder a la realidad, ser "realistas". Pero los objetos destinados a sufrir la destructividad irracional y las razones especiales que se hacen valer representan factores de importancia secundaria; los impulsos destructivos constituyen una pasión que obra dentro de la persona y siempre logran hallar algún objeto. Si por cualquier causa ningún otro individuo puede ser asumido como objeto de la destructividad, éste será el mismo yo. Cuando ello ocurre, y si se trata de un caso de cierta gravedad, puede sobrevenir como consecuencia una enfermedad física y aun intentos de suicidio.

Hemos supuesto que la destructividad representa una forma de huir de un insoportable sentimiento de impotencia, dado que se dirige a eliminar todos aquellos objetos con los que el individuo debe compararse. Pero, si tenemos en cuenta la inmensa función que cumplen las tendencias destructivas en la conducta humana, tal interpretación no parece una explicación suficiente; a esas mismas condiciones de aislamiento e impotencia se deben otras dos fuentes de la destructividad; la angustia y la frustración de la vida. Por lo que se refiere al papel de la angustia, no es necesario decir mucho. Toda amenaza contraria a los intereses vitales (materiales y emocionales) origina angustia, y las tendencias destructivas constituyen la forma más común de reaccionar frente a ella. La amenaza puede circunscribirse a una situación y persona determinadas. En este caso la destructividad se dirige contra esa persona colocada en tal situación. También puede ser una angustia constante —aunque no necesariamente consciente— que se origina en la perpetua sensación de una amenaza por parte del mundo exterior. Este tipo de angustia constante deriva de la posición en que se halla el individuo aislado e impotente, y constituye la otra fuente de la reserva de destructividad que en él se deposita.

El miedo a la libertadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora