Primera parte.

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Cuatro años



     Dazai Osamu nació como uno de los tantos herederos de una familia adinerada –once para ser exactos–, de ahí que su madre estuviera harta de cuidar hijos –según su nana, tras el nacimiento de su tercer hermano sólo se dignó a darle nombre y los buenos días a los demás–. Él, al ser el cuarto embarazo no planeado –y de paso ocupar el último puesto en la dinastía– se llevó todas las de perder, su padre, quién escogió la forma en que debía llamarse, contrató a alguien para ocuparse de él, incluso creó un fideicomiso para su persona por motivos desconocidos –quizá sólo quería molestar a su esposa–, todo antes de divorciarse de su madre y por supuesto, a muchos años luz de su muerte. De esa forma Dazai, quien resultó obscenamente inteligente, aprendió a mantener un perfil bajo en cuanto supo hablar, leer y escribir a los tres años; poco después descubrió el mundo exterior por accidente y se volvió adicto a vagabundear por las calles. Cuando cumplió cuatro ya era un experto fugitivo.

     Su lugar favorito era un parque gigante, llenó de juegos y por sobre todo, de casitas de madera. Una de ellas, la más alejada de todo el bullicio de los demás infantes, se convirtió en su refugio al estar semiderruida y ser un poco lúgubre, pues nadie se acercaba, lo cual era una ventaja. Tras convivir en su casa con otros diez niños se negaba a pasar más tiempo con mocosos desconocidos. Sentía repelús de sólo pensar en juntarse con ellos; no sabía cómo comportarse ni entendía su extraña forma de actuar. En su hábitat natural veía documentales, leía libros e incluso jugaba ajedrez online; los demás se dedicaban a correr como animales salvajes, se empujaban, caían y ensuciaban sin reparo alguno, así mismo hablaban disparates –todo mundo sabía que las princesas, dragones, caballeros y los Power Rangers no existían, pero siempre actuaban como si fueran reales o ellos mismos formaran parte de sus grupos selectos–, francamente desconcertante, aterrador hasta la médula del hueso.

     Un día, mientras una de las cada vez más frecuentes peleas entre sus padres daba inicio, Dazai burló la vigilancia de su niñera, llegó a su escondite preferido en el mundo para ocultarse del mundo y cómodamente empezó a comer las galletas hurtadas de la cocina, guardadas en su tarro coleccionable de dinosaurios.

     Entonces ocurrió.

     Un torbellino de colores rojo y azul marino penetró el aislamiento de su santuario. Decir que se asustó era poco, quedó mudo y estupefacto ante semejante intrusión, pero no era el único, la cosa que lo perturbó también lo miraba con sus bonitos ojos azules y la boca completamente abiertos. Antes de que ninguno pudiera decir algo, las temibles risas y gritos infantiles se escucharon.

     –¡Un, dos, tres por Minako que está detrás del bote de basura!

     Escondidillas. Eso explicaba la presencia de la niña frente a él. Si quería deshacerse de ella debía delatarla antes de que los demás llegaran hasta allí, pero fue muy rápida y con una mano menuda le tapó la boca mientras con el dedo índice de la otra en sus propios labios le indicaba que guardara silencio.

     –Ellos no vendán aquí, des da miedo, shhhh –murmuró con una bonita voz aguda. Osada. Ninguna otra chica se atrevería a esconderse en un sitio así.

     El pequeño castaño aprovechó el momento para observarla. Tenía un cabello muy llamativo, naranja como una zanahoria; sus ojos azules eran comunes y corrientes, pero contrastaban con su melena y combinaban con la piel pálida; su pequeña naricilla era adorable y sus labios rojizos parecían suaves. Si los estándares de belleza no cambiaban drásticamente en los tiempos venideros sería una mujer muy hermosa.

Inocente amorWhere stories live. Discover now