Mr. Red

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Seattle, 1994

Admito que mi vida es un poco menos miserable desde que Mr. Red apareció. Antes, durante el trayecto de escuela a casa, mi mente estaba en blanco. Ahora solo pienso en él y en mi trabajo, en lo emocionante que es escuchar su voz y ser parte de su intimidad.

Tengo una sonrisa tonta en el rostro, el muchacho sentado en la mesa de enfrente me mira con curiosidad. Va en una de mis clases, no recuerdo como se llama. De seguro cree que le estoy sonriendo a él. ¡Pues no es así, idiota!

Rápidamente escondo mi rostro entre las páginas de mi libro de Geometría y perspectiva y sigo tomando mi café. Ese sujeto siempre está en esa mesa, a veces acompañado por Danielle, una de las que se sienta hasta en frente en la clase de Diseño arquitectónico. Hay puros niños de diecinueve años en mi clase, y yo, con veintisiete, tengo cierta dificultad para acercarme a ellos y entablar una conversación. Bueno, eso realmente es una excusa, pues toda mi vida escolar ha sido lo mismo. Yo era (y soy) aquella chica callada y muy dedicada a sus estudios. Salí con honores, pero con mi corazón roto. Mis profesores decían que tenía un futuro brillante, mas yo decidí huir de las escuelas y no volví a una hasta hace apenas un semestre. Me aterran mis compañeros, sus risas, sus celebraciones, sus temas de conversación tan triviales y sus miradas acusadoras. Me aterran los trabajos en equipo y tener que hablar con ellos de frente.

Lo sé, esto es grave, cualquier ser racional iría a buscar ayuda. No sé si tengo ansiedad, depresión o lo que sea. También me da miedo saber qué es lo que tengo. Además, mi caso, sea lo que sea, no es tan horrible: soy capaz de ordenar comida en los restaurantes (sin contacto visual, por supuesto) y hablar por horas por teléfono con mi mejor amigo, se llama Matthew. A él lo veo muy pocas veces, es maestro de español. Durante nuestros años de preparatoria huimos de los bailes, torneos de fútbol y festivales. Yo por miedo, él por mero aburrimiento. Lo aprecio mucho porque, a diferencia de mi padre, él nunca me ha presionado para que busque ayuda. Me ha aceptado tal y como soy, y eso es maravilloso.

Me estremezco al oír la puerta del café abriéndose. Entran un par de grupos de chicas escandalosas. Han de ser más de las tres, pues a esa hora el café deja de ser tranquilo y empieza a llenarse de gente. Maldita sea, pareciera que cada vez mis momentos de paz duran menos. Los odio a todos.

Tomo mis cosas rápidamente, las meto en mi mochila y salgo disparada. Plaza Grant queda justo frente a la universidad, ahí suelo matar el tiempo en sus tiendas o cafés cuando no tengo tarea o sí tengo pero quiero procrastinar. Pienso en irme a otro café, pero debo estar en mi apartamento temprano porque debo trabajar. No, más bien quiero trabajar. Antes era mi deber, ahora lo disfruto.

Me pregunto qué hará Mr. Red hoy. Detengo un taxi y, en el camino, me dispongo a hacer bocetos de rostros masculinos en una vieja libreta. Mr. Red tiene una voz muy grave y seductora, levemente rasposa. Creo que ha de pertenecer a un hombre que está a mediados de sus veintes o finales de sus treinta. Se ha convertido en una pequeña obsesión mía el imaginar un rostro para esa voz tan deliciosa. ¿Será un punk lleno de tatuajes? ¿Un oficinista sumiso con una doble vida? Nunca lo sabré. Mr. Red me describe todo, menos a sí mismo. Y está bien así, creo que si lo supiera nuestra relación perdería algo de su encanto.

—¿Qué hace, señorita?—me pregunta el taxista con amabilidad.

—Hago dibujos—respondo.

—¿Es una artista?

—No, estudio arquitectura. Esto es un pasatiempo nada más.

—Oh, muy bien.

Él no dice más, qué alivio. Odio a los taxistas parlanchines. Y a las meseras parlanchinas, y a las compañeras de escuela parlanchinas. Deberían morirse todos ellos.

El príncipe caníbalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora