Merodī.

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Un aroma, un delicioso aroma. Un poco dulce, no era desesperante pero si se mantenía sujeto a ti; era, tal vez un poco embriagador. No importaba cuanto lo siguiese, cuanto caminara e incluso corriese.

El olor ya no estaba.

Quería atraparlo, sentía la necesidad de saber de donde provenía y deseaba que al conocer su origen de alguna manera, ser capaz de mantenerlo consigo. Sus piernas estaban cansadas, el sol se había puesto y sentía como si siglos hubiesen pasado en esa extensa travesía pero de algún modo la incomodidad de no conocer el paradero de esa fragancia era mil veces peor que todo el cansancio acumulado.

El pecho le dolía horrores, sus pulmones apenas eran capaces de retener el oxigeno; debía respirar, debía continuar. Miró a su alrededor, no había luz, no había nada, ni siquiera la luna le acompañaba, estaba solo y el sentimiento en su corazón solamente se volvía más denso, más doloroso.

Desesperación.

Si, se estaba volviendo loco. No podía más, no podía soportarlo.
Estiró ambos brazos en un vano intento por alcanzarle, por detenerle pero de nuevo, nada toco sus manos.

Ese olorcillo tan conocido se estaba desvaneciendo, y entre toda esa oscuridad ya no tenía nada. Su cuerpo se enconvó, y sentado sobre el suelo se abrazó a sus propias piernas.

Sabía que estaba sólo, pues no había sonido, viento, calor, frío, siquiera un mínimo destello de presencia. El tiempo pasaba tan lento que creyó que éste pudo haberse detenido; tal vez lo halla hecho, no tenía manera de comprobar.

Hundido en su propia miseria, aquel chico que no podía ver siquiera la punta de sus propios dedos soltó en silencio toda aquella presión que desde que podía recordar venía acumulando. Sus ojos, repletos de lagrimas eran salvajemente restregados por la suave tela de su haori, no quería llorar.

Y es que, sentía que a pesar de esa mala situación en la que se encontraba; no era su momento de llorar. No se sentía el más dolido, no se sentía el más correcto para hacerlo.

En el fondo de su corazón sabía que alguien más era quien albergaba mil veces más dolor que él mismo, y entonces se sentía superficial al minimizar el dolor de otros y sobreponer el suyo de manera egoísta. Por ello su vestimenta se había vuelto un enorme e incondicional pañuelo que en aquella profunda oscuridad sería la única en presenciar su desgracia.

Ya no se preguntaba porque estaba ahí, como llegó, si alguien le envió, si fue una trampa, sino reaccionó a tiempo, sino fue capaz de proteger lo que sea que resguardaba, ya no se hacía ninguna de esas cuestiones. Para ese entonces, nada ocupaba su mente más el hecho de haberle dejado escapar.

Pues de una manera tan abrupta había perdido todo rastro de aquel olor que la sensación de perdida era inevitable. Se sentía un poco estúpido, si; porque se estaba aferrando a algo de lo que no conocía apenas que la nada misma.

Aún con ello, el propio dolor de la ignorancia era abrumador. De la nada sus piernas se tensaron, obligandolo a levantarse, y correr como si su vida dependiera de esa carrera mortal.

No sabía a dónde iba, pues no veía mas que densa oscuridad. A pesar de ello y con las manos al frente para poder detenerse en un dado caso, corrió, corrió como desde un inicio venía haciendo; sin conocer el destino ni la razón, pues ahora lo hacía por instinto, ya no seguía nada más que su propio corazón.

Pasado un largo período de tiempo sus piernas se detuvieron, y entonces una sutil, demasiado sutil corriente de aire trajo consigo aquel olor, ese al que había perdido y deseaba conocer más que cualquier otra cosa. En su desespero se lanzó hacia el o a donde se supone que estaría su fuente y fue entonces que sus manos finalmente palparon algo; era cálido, muy cálido, era.....¿La piel de otra persona? Con sumo desespero apretó el agarre, está vez no estaba dispuesto a perderlo.

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⏰ Última actualización: Nov 22, 2019 ⏰

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