Cap. 2

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Uno, dos, tres, cuatro. Contaba el repiqueteo de la lluvia, siempre hasta la misma cifra. El olor a piedra mojada se fundía con la pintura de su obra. Jhin dedicó gran parte de su tiempo a reflejar sus sentimientos apáticos en su estancia en Tuula, prisión de Jonia. Zed le observaba en silencio, afilando las cuchillas de su antebrazo. La armonía de aquellos sonidos iluminaban la sonrisa del escrupuloso Demonio Dorado, pero las horas se le escapan como agua entre los dedos y no podía dejar su arte a medias antes de dar el siguiente paso. Su pintura necesitaba un algo singular, carecía de un toque distintivo. 

—¿Me dejarías utilizar una de mis balas, fiel amigo? —preguntó sin apartar la vista del mural.

—Sueñas si de verdad crees que voy a prestarte un arma —replicó desde la profundidad metálica de su máscara. Zed jugueteaba con la pistola de extraña artesanía. No era un arma piltovana. Tampoco disponía del menor apéndice de magia. Su poder latía en su corazón de bronce jonio. Una obra única. Pensar que semejante belleza era fruto de la demencia de ese maniaco le enfermaba. 

—¿Tan hábil me ves con una simple bala? —el maestro titubeó. Desarmó la pistola y arrojó una de las balas entre los barrotes sin quitarle el ojo. Con una expresión enigmática la recogió y examinó en todos los ángulos. No esperaba que Jhin tuviese la intención de abrir una herida con la punta en su propia piel. Desgarró la desembocadura de la cicatriz de su ojo derecho, alargando su cauce un tanto más. Acto seguido recogió la sangre con los dedos y estos recorrieron el dibujo de la celda.— No me agrada este rojo. Busco un color más... vivo.

—En esta prisión solo conocerás la muerte —fueron sus últimas palabras antes de abandonar el lugar. Aún no era su turno de vigilancia, pero alianzas secretas amenazaban la paz y tranquilidad de Jonia y Zed debía estar más despierto que nunca.

El sonido del agua inundaba el silencio que alentaba el corazón de Jhin. ¿Qué era aquel vacío que aprisionaba su pecho? El sórdido lamento del caos, quien le reclamaba.

Uno.

Los pasos de Zed se perdieron en el eco de la distancia. El artista lanzó la bala por la ventana y poco a poco se acercó a su obra. La contempló muy de cerca con una mano apoyada en la pared y bajó la mirada al suelo. Hubo una explosión a escasos centímetros.

Dos.

Jhin tuvo una visión.
Tenía diez años. Él y su familia vivían en una casa rural a las afueras de Piltover. Aquel niño, pintando bajo la sombra de un árbol con tizas de colores, era él. Recuerda el olor a césped recién cortado y azufre. Ese mismo día su casa ardió. Y, al mismo tiempo que escuchaba los gritos de su padre y su hermano desde su interior, vio con sus propios ojos como las llamas devoraron lentamente a su madre. Llevaba años en estado vegetativo, sentada en una silla de ruedas sin articular gestos o sonidos. Murió sin expresar dolor con una rosa en la mano. Es una imagen de una inexplicable belleza que él ha intentado calcar desde entonces.

Era un día de primavera, y lo recordó al ver aquellos lúcidos ojos rosados. Jinx, quien había hecho volar por los aires las paredes de la prisión, le tendió la mano para ayudarle a incorporarse. Aún estaba algo aturdido.

—Un trato es un trato —recalcó la joven mostrándole con cierta gracia como había convertido la bala de Jhin en su nuevo colgante.

Todo marchaba según el plan. Él era libre nuevamente y Jonia había entrado en una nueva etapa de destrucción y desconcierto. Jinx cumplia su sueño de ver el mundo arder y Jhin saboreó cada amargo suspiro que arrebataba de los labios de quién se cruzaba en su camino.

Tres.

Ahora le buscaban y era consciente. «Debo huir lo más lejos posible», sus pensamientos se clavaban como zarzas en su garganta. Algo no iba bien. Un mal presagio nubló el cielo y la tormenta derribó el navío en el que viajaba.
Aquel rayo. El fuego. Su cuerpo estaba frío, al igual que los cuerpos de todos aquellos que había asesinado. No encontraba arrepentimiento en ninguno de ellos. Por unos instantes llegó a rendirse ante la gélida tormenta, cuyos truenos cantaban una sinfonía de muerte. La idea de morir congelado no le abrumó demasiado. Pero apareció de la nada. El reflejo de un mundo frívolo y apagado se veía en sus ojos, pero al chocar sus miradas brillaron como gotas de rocío sobre los pétalos de una rosa. Aquella sirena le enseñó que era el calor del tacto. Jhin estaba en blanco. ¿En verdad su pistola era el único pincel? Fue la pregunta que atravesó su pecho cual daga envenenada antes de apretar el gatillo.

Cuatro.

Siento dejaros con la intriga un capítulo más, pero me parecía necesario explicar de forma resumida como Jhin había llegado hasta allí. Un saludo :3

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⏰ Última actualización: Oct 26, 2019 ⏰

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