Prólogo

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Recuerdo las últimas palabras de mi padre.

«Sobrevive.»

Fue un grito que emergió desde lo más profundo de las alcantarillas de la ciudad. Se lo llevaron a rastras, a trompicones, dejando un reguero de sangre que tiñó el asfalto de rojo. Después oí el disparo, cuyo eco retumbó en el más repentino silencio. Fue la primera y la última vez que le vi. Recuerdo la noche cerrada, el calor y la humedad en el ambiente, las luces de neón. Recuerdo las capuchas negras y la subida de adrenalina que sentí cuando las vi posarse una a una a mi alrededor, formando un círculo asfixiante. Eran altas y oscuras. Monstruosas.

—Coged a la niña.

Se acercaron extendiendo lentamente los brazos. Las carcajadas y los pisotones retumbaron en lo más profundo de mi corazón mientras aquellas figuras extrañas se erigían sobre mí como una sombra, rápida y letal. Sentí cómo una mano clavaba sus uñas sobre mis hombros y un escalofrío me recorrió la espalda de arriba a abajo.

—Todo va a ir bien.

La imagen de mi padre siendo arrastrado brotó como un fuego devorador y el pánico se adueñó de mí. Me deshice del agarre de un mordisco y salí corriendo. Huí enfilando callejuelas, colándome a empujones a través del gentío, hasta caer de rodillas sobre el suelo. No podía respirar. No podía pensar. No sabía dónde estaba ni sabía a dónde ir. Me hice un ovillo, intentando retener el poco calor que desprendía mi cuerpo. Estaba temblando. Me sentía diminuta en medio de aquella gran ciudad. Pólux no era más que un hervidero de mierda y sangre al que me habían lanzado sin ni siquiera preguntar. Contaminación, superpoblación, corrupción. Soledad. Este era nuestro futuro. Esta es la vida que me había tocado vivir.

Me tapé los oídos con ambas manos y cerré los ojos con fuerza. El ruido era ensordecedor. Voces, pisadas, pitidos, gritos. Una patada en el estómago me hizo vomitar.

—Aparta. ¿No ves que estás en medio?

Intenté levantarme, pero el siguiente golpe fue en la mandíbula. No sabía si el hilillo que colgaba de mi boca era sangre, bilis o una mezcla de ambas.

—Puta rata callejera. Deberían exterminaros.

Algo me levantó del suelo como si no fuera más que una pluma. Empecé a gritar y a dar puñetazos al aire a una velocidad casi frenética.

—¡Joder!

Caí otra vez al suelo y volví a echar a correr. Corrí, corrí y seguí corriendo. Sin mirar atrás, sin detenerme. Era como si la oscuridad me estuviera engullendo. Miré al cielo y los ojos se me llenaron de lágrimas. Odiaba llorar. A aquella niña enclenque y asustada le hubiera gustado decir que ella no lloraba nunca, jamás, pero era mentira. Lloraba a todas horas. Lloraba muchísimo, pero siempre lo hacía a solas, para que nadie pudiera verla. Aquella noche, sin embargo, no pudo esconderse. Lloró sin parar y cuando creyó que ya no le quedaban fuerzas para seguir llorando las lágrimas empezaron a brotar con más fuerza. Si había algo que odiaba incluso más que llorar, era sentirme pequeña y vulnerable. Aquella noche me prometí a mí misma que nadie volvería a subestimarme, ni siquiera yo misma.

Así pasé los últimos ocho años de mi vida: huyendo. Ahora eran los demás los que huían de mí. Seguí el consejo de mi padre y sobreviví, porque sobrevivir era lo único que debía preocuparte. A toda costa y sin importar el qué. Si tenías que robar, robabas. Si tenías que matar, matabas. No había reglas; solo estaba el tablero, el resto de peones y tú. Así era esta cuidad. Así era este mundo. Me hice más fuerte, más hábil y me dediqué a lo único que se me daba bien: matar. Para sobrevivir hacía falta dinero y en el distrito Beta esta era la forma más rápida de conseguirlo. No hacías preguntas, solo tenías que esperar a que te entregaran un sobre con un objetivo y una bala. Era así de sencillo: solo tenías que apretar el gatillo. Disparo tras disparo fui labrándome un nombre y, con el dinero que iba consiguiendo con las muertes, aumenté mis capacidad físicas. Ojos, brazos, cadera, piernas. Poco a poco fui sustituyendo todo aquello que entorpecía mis misiones con mejoras mecánicas. Cada vez era menos humana, más yo. Solo importaba sobrevivir.

—¿Qué te ha tocado esta vez, Wena?

Abrí el sobre y sonreí al ver su nombre.

Quizá este era mi destino. Quizá quería ver el mundo arder, con o sin mí. Nací luchando y moriría luchando, peleándome con todo aquello que la llenaba de fuego y trincheras. Mi vida estuvo marcada desde antes de mi nacimiento. Dolor. Pérdida. Tragedia. De lo que muchos no fueron conscientes es de que el destino lo forja uno mismo.

Y yo lo haría con fuego y sangre.

WenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora