Reclutamiento

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Empecemos por los hechos, un concepto tan desvirtuado que ya se debería tratar con delicadeza, con mimo, como una mercancía preciosa y casi sagrada. Datos que siempre habías dado por supuestos, sobre los que pensabas que se cimentaba el mundo, cifras, fechas, conceptos sólidos avalados por siglos de comprobaciones empíricas, litros de tinta estampados en miles o millones de libros todos ellos cuestionables, rebajados al nivel del ganador de un debate político, a los asistentes de una manifestación o a la utilidad de un bitcoin. La línea de píxels entre lo real y la criatura amorfa y asustadas, creada en laboratorios y despachos de grandes corporaciones, ésa que llamas vida, se ha desdibujado hasta alcanzar la categoría de broma pesada. Lo que te gusta, tus fantasías, lo que eres incluso.

Por eso empezaré por los hechos. Hay tan pocos que acabaré rápido.

Tenía veintitrés años cuando empieza esta historia. Mi historia, o tu historia, o la historia de cómo pasé de ser una insulsa rebelde recién licenciada, un código de quince cifras más en un listado del que todavía no sabía nada, una muchacha de clase media que alternaba discusiones alcohólicas sobre revolución feminista con la compra de un Iphone y una jornada de ocho horas en el 22@ escribiendo fake news sobre Pablo Iglesias o Abascal, a lo que soy ahora, convertida en pura paranoia, en una sombra sospechosa, en una no-persona, en estas palabras digitales que en cualquier momento pueden pasar a ser simple memoria liberada de algún servidor ruso, viviendo en los resquicios del Sistema.

Qué soy. Buena pregunta, podría responder con total exactitud, pero eso daría para un libro, aunque claro, éste es ese libro. Y yo un cuerpo de miembros desencajados atrapado en un absurdo mecanismo de movimiento perpetuo. Pero centrémonos, he dicho que empezaría por los hechos.

Como digo, tenía veintitrés años. Nacida en Sant Cugat en una familia más bien pudiente que me avasalló con caprichos y con pasivo-agresividad en vena desde la más tierna infancia, acababa de estrenar mi ansiada independencia en un piso compartido en Gracia que pagaban íntegramente mis padres, profesores universitarios a pocos años de la jubilación. Pesaba alrededor de los cincuenta kilos, había dejado de fumar seis veces en lo que llevábamos de año, comía abundante aguacate y a pesar de las eventuales cervezas con las amigas de la universidad (que ya entonces me costaba soportar), mantenía una figura más bien esbelta, de escasas curvas pero con largas y torneadas piernas que no dudaba en resaltar con tejanos ceñidísimos y tacones altos.

Solía ir al gimnasio casi a diario, antes del trabajo (sí, era de esas), y allí hacía media hora de cinta, a mi ritmo (odio las clases dirigidas), y luego me dedicaba a disfrutar de las miradas lascivas de la concurrencia masculina, sudando en alguna máquina aleatoria donde me sentaba, fingiendo gran concentración en el móvil donde no hacía más que pasar historias insulsas de Instagram y gestionaba una de mis cuentas paralelas, donde subía burdos dibujos feministas intentando imitar el éxito de mis heroínas Moderna de Pueblo y Arte con M con una décima parte de su talento. Antes o después se acercaba alguien. Sin levantar la mirada de la pantalla del móvil, casi podía sentir su tacto sobre la piel, como si sus ojos me acariciaran, y el sudor que recorría mi espalda me provocaba un cosquilleo delicioso.

Uno de los primeros que me abordó fue un muchacho de mi edad, de anchos hombros y holgada camiseta de tirantes que apenas contenía unos pectorales casi intimidantes. Repasó cada centímetro de mi cuerpo con descaro y luego me preguntó si podíamos compartir la máquina. Le dije que no me gustaba compartir. Rió, bebió agua de un ridículo termo de plástico. Abrí las piernas unos centímetros, movimiento que por supuesto no le pasó desapercibido, ni a mí su reacción. Me dijo que solía ir mucho a entrenar por allí, que seguía una estricta rutina, qué cómo no habíamos coincidido. Me dijo, al fin, que se llamaba Nacho, y ya me mostraba su Instagram para que le añadiera. Me recogí el pelo lacio y sudoroso en un moño alto, incapaz de contenerme, labios curvados en una sonrisa pícara. Le dije que, quizá, nunca se había fijado en mí porque sólo había tenido ojos para su novia.

FrenesíDonde viven las historias. Descúbrelo ahora