Sucedió muy rápido, en las fracciones de segundo que toma parpadear. Hacía unos isntantes todo eran músicos, carrozas y alfombras de flores y cuando miró de nuevo todo lo que había era caos y miedo, gente gritando y los guardias manteniéndolos en sus lugares a punta de apuntarlos con sus largas pistolas. En el centro de la calle empedrada una carroza plateada estaba ardiendo. La explosión fue breve, ruidosa y la mayoría murió rápido. Las mujeres conversaban amenamente hacía cuestión de segundos. La reina, una mujer hermosa con un vestido azul de tela fina y el cabello lleno de gruesos bucles dorados, había asomado la cabeza por el cristal de la ventana cuando la bomba estalló en la mitad del festival.
Los cuerpos explotaron en cuestión de segundos. Con la explosión falleció el cochero y se prendieron los vestidos de las damas. La emperatriz nunca viajaba sola y habían al menos cuatro personas además de ella en la carroza. Las llamas lamieron los encajes de sus voluminosas faldas hasta llegar a la carne, al cabello, y encender sus cabellos como si se tratara de cerillos. Las mujeres gritaron y se retorcieron, abalanzándose con desesperación a la salida. El carruaje colapsó en una bola de metal y madera que olía a pintura tóxica y carne achicharrada.
Afuera, la población intentaba alejarse del carro. Los guardias cerraron el paso y los pobladores avanzaron y retrocedieron torpemente algunos minutos. Se abrió una fila para que pasaran los bomberos a axuliar a la emperatriz dentro del carruaje y las personas miraron el espectáculos, morbosos y aterrados. El capitán de la guardia real había mandado despejar el perímetro y los músicos habían callado en seco la fiesta, creando un silencio abrupto, desesperante, apenas roto por las blasfemias del carruaje del emperador que exigía a gritos salir para ver que había sucedido con su mujer.
El revolucionario, apenas un adolecente flaco, sucio y desnutrido, retrocedió. Apretó los dientes, con fuerza, sosteniendo en maletín de cuero desgastado entre sus dedos largos y delgados. No podía salir corriendo, no podía. La guardia real y el departamento de policía ya habían cercado el perímetro y lo retendrían con violencia. Si corría ahora sería demasiado sospechoso, sería el primero en interrogar. Lo supo desde el primer momento, lo rápido que sería arrestado. No era...Nunca había sido un buen plan. Escuchó una voz sollozando por su marido y le temblaron las rodillas. La impresión fue tan fuerte que tropezó un par de pasos hacia atrás torpemente y casi se cae por la impresión. El mundo estaba girando, respiraba demasiado de prisa, necesitaba pensar. Demonios. Demonios. Todo se había visto tan sencillo desde aquellos bares de mala suerte que visitaba en barrios empobrecidos. Apenas hace unos segundos había estado decidido a matar a esa familia estúpida y superficial que estaba llevando al país a la ruina pero ahora...ahora mientras escuchaba los gritos de la policía, los llantos de los niños en la multitud, los sollozos de la emperatriz rogando por ayuda a su marido, ahora no sabía que pensar.
La gente retrocedió. La policía los alejó agresivamente de la escena, los bomberos intentando apagar el fuego del carruaje pero siendo incapaces de llegar. El aire se llenó de cenizas y olía a químicos corrosivos. Esa era la marca de los revolucionarios, los químicos en las bombas. El fuego de la carroza no había afectado a los demás lugares en el área si no que se había elevado al cielo como un muro alargado. Las llamas que brotaban de la carrosa engrecida se mesclaban con el atardecer.
La reina gritaba, el revolucionario estaba impactado. Él había vivido en un barrio peligroso, había estado en hospitales sin medicinas, pero nunca en todas su vida había escuchado gritar a alguien así. El sonido le erizó los vellos de los brazos. La mujer lloraba a su marido y rogaba ayuda, a Dios, a la gente, a quien fuera, y la multitud lloró. El revolucionario se sintió asqueado, de sí mismo, de la escena, de la hipocresía de la gente en general. No había...¿Por qué había tenido que darle a ella de todos modos? El emperador era más malvado, más importante y cruel. La única razón por la que le había lanzado la bomba a la emperatriz era por que su caroza estaba menos protegida y había sido sencillo. No quería matarla a ella, no de esa manera, nadie merecía morir de esa manera. Todo estaba mal.
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La Danza de Los Claveles Rojos
RomanceVirigina de la Valiére es la huérfana de una familia aristocrática caída en la desgracia por el estado psicótico de su madre y las deudas por las apuestas de su padre, que ha despilfarrado la fortuna familiar. Debido a ello es asignada como dama de...