Notó Augusto que algo insólito le ocurría a su amigo Víctor; no acertaba ninguna jugada, estaba displicente y silencioso.
—Víctor, algo te pasa...
—Sí, hombre, sí; me pasa una cosa grave. Y como necesito desahogo, vamos fuera; la noche está muy hermosa; te lo contaré.
Víctor, aunque el más íntimo amigo de Augusto, le llevaba cinco o seis años de edad y hacía más de doce que estaba casado, pues contrajo matrimonio siendo muy joven, por deber de conciencia, según decían. No tenía hijos.
Cuando estuvieron en la calle, Víctor comenzó:
—Ya sabes, Augusto, que me tuve que casar muy joven...
—¿Que te tuviste que casar?
—Sí, vamos, no te hagas el de nuevas, que la murmuración llega a todos. Nos casaron nuestros padres, los míos y los de mi Elena, cuando éramos unos chiquillos. Y el matrimonio fue para nosotros un juego. Jugábamos a marido y mujer. Pero aquello fue una falsa alarma...
—¿Qué es lo que fue una falsa alarma?
—Pues aquello porque nos casaron. Pudibundeces de nuestros sendos padres. Se enteraron de un desliz nuestro, que tuvo su cachito de escándalo, y sin esperar a ver qué consecuencias tenía, o si las tenía, nos casaron.
—Hicieron bien.
—No diré yo tanto. Mas el caso fue que ni tuvo consecuencias aquel desliz ni las tuvieron los consiguientes deslices de después de casados.
—¿Deslices?
—Sí, en nuestro caso no eran sino deslices. Nos deslizábamos. Ya te he dicho que jugábamos a marido y mujer...
—¡Hombre!
—No, no seas demasiado malicioso. Éramos y aún somos jóvenes para pervertirnos. Pero en lo que menos pensábamos era en constituir un hogar. Éramos dos mozuelos que vivían juntos haciendo eso que se llama vida marital. Pero pasó el año y al ver que no venía fruto empezamos a ponernos de morro, a mirarnos un poco de reojo, a incriminarnos mutuamente en silencio. Yo no me avenía a no ser padre. Era un hombre ya, tenía más de veintiún años y, francamente, eso de que yo fuese menos que otros, menos que cualquier bárbaro que a los nueve meses justos de haberse casado, o antes, tiene su primer hijo... a esto no me resignaba.
—Pero, hombre, ¿qué culpa...?
—Y, es claro, yo, aun sin decírselo, le echaba la culpa a ella y me decía: «Esta mujer es estéril y te pone en ridículo.» Y ella, por su parte, no me cabía duda, me culpaba a mí, y hasta suponía, qué sé yo...
—¿Qué?
—Nada, que cuando pasa un año y otro y otro y el matrimonio no tiene hijos, la mujer da en pensar que la culpa es del marido y que lo es porque no fue sano al matrimonio, porque llevó cualquier dolencia... El caso es que nos sentíamos enemigos el uno del otro; que el demonio se nos había metido en casa. Y al fin estalló el tal demonio y llegaron las reconvenciones mutuas y aquello de «tú no sirves» y «quien no sirve eres tú» y todo lo demás.
—¿Sería por eso que hubo una temporada, a los dos o tres años de haberte casado, que anduviste tan malo, tan preocupado, neurasténico?, ¿cuando tuviste que ir solo a aquel sanatorio?
—No, no fue eso... fue algo peor.
Hubo un silencio. Víctor miraba al suelo.
—Bueno, bueno, guárdatelo; no quiero romper tus secretos.
—¡Pues sea, te lo diré! fue que exacerbado por aquellas querellas intestinas con mi pobre mujer, llegué a imaginarme que la cuestión dependía no de la intensidad de lo que sea, sino del número, ¿me entiendes?
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Niebla
General FictionLa aventura amorosa de un hombre que se ve enfrascado en una apasionada devoción frente a una dama. Junto con el encuentro de este hombre con un perro que pasaría a ser su compañero más adelante, es la historia del engaño y la pasión. Unamuno cuenta...