XXXIII

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Cuando recibí el telegrama comunicándome la muerte del pobre Augusto, y supe luego las circunstancias todas de ella, me quedé pensando en si hice o no bien en decirle lo que le dije la tarde aquella en que vino a visitarme y consultar conmigo su propósito de suicidarse. Y hasta me arrepentí de haberle matado. Llegué a pensar que tenía él razón y que debí haberle dejado salirse con la suya, suicidándose. Y se me ocurrió si le resucitaría.

«Sí —me dije—, voy a resucitarle y que haga luego lo que se le antoje, que se suicide si es así su capricho.» Y con esta idea de resucitarle me quedé dormido.

A poco de haberme dormido se me apareció Augusto en sueños. Estaba blanco, con la blancura de una nube, y sus contornos iluminados como por un sol poniente. Me miró fijamente y me dijo:

—¡Aquí estoy otra vez!

—¿A qué vienes? —le dije.

—A despedirme de usted, don Miguel, a despedirme de usted hasta la eternidad y a mandarle, así, a mandarle, no a rogarle, a mandarle que escriba usted la nivola de mis aventuras...

—¡Está ya escrita!

—Lo sé, todo está escrito. Y vengo también a decirle que eso que usted ha pensado de resucitarme para que luego me quite yo a mí mismo la vida es un disparate, más aún, es una imposibilidad...

—¿Imposibilidad? —le dije yo; por supuesto, todo esto en sueños.

—¡Sí, una imposibilidad! Aquella tarde en que nos vimos y hablamos en el despacho de usted, ¿recuerda?, estando usted despierto y no como ahora, dormido y soñando, le dije a usted que nosotros, los entes de ficción, según usted, tenemos nuestra lógica y que no sirve que quien nos finge pretenda hacer de nosotros lo que le dé la gana, ¿recuerda?

—Sí que lo recuerdo.

—Y ahora de seguro que, aunque tan español, no tendrá usted real gana de nada, ¿verdad, don Miguel?

—No, no siento gana de nada.

—No, el que duerme y sueña no tiene reales ganas de nada. Y usted y sus compatriotas duermen y sueñan, y sueñan que tienen ganas, pero no las tienen de veras.

—Da gracias a que estoy durmiendo —le dije—, que si no...

—Es igual. Y respecto a eso de resucitarme he de decirle que no le es hacedero, que no lo puede aunque lo quiera o aunque sueñe que lo quiere...

—Pero ¡hombre!

—Sí, a un ente de ficción, como a uno de carne y hueso, a lo que llama usted hombre de carne y hueso y no de ficción de carne y de ficción de hueso, puede uno engendrarlo y lo puede matar; pero una vez que lo mató no puede, ¡no!, no puede resucitarlo. Hacer un hombre mortal y carnal, de carne y hueso, que respire aire, es cosa fácil, muy fácil, demasiado fácil por desgracia... matar a un hombre mortal y carnal, de carne y hueso, que respire aire, es cosa fácil, muy fácil, demasiado fácil por desgracia... pero ¿resucitarlo?, ¡resucitarlo es imposible!

—¡En efecto —le dije—, es imposible!

—Pues lo mismo —me contestó—, exactamente lo mismo sucede con eso que usted llama entes de ficción; es fácil darnos ser, acaso demasiado fácil, y es fácil, facilísimo, matarnos, acaso demasiadamente demasiado fácil, pero ¿resucitamos?, no hay quien haya resucitado de veras a un ente de ficción que de veras se hubiese muerto. ¿Cree usted posible resucitar a don Quijote? —me preguntó.

—¡Imposible! —contesté.

—Pues en el mismo caso estamos todos los demás entes de ficción.

—¿Y si te vuelvo a soñar?

—No se sueña dos veces el mismo sueño. Ese que usted vuelva a soñar y crea soy yo será otro. Y ahora, ahora que está usted dormido y soñando y que reconoce usted estarlo y que yo soy un sueño y reconozco serlo, ahora vuelvo a decirle a usted lo que tanto le excitó cuando la otra vez se lo dije: mire usted, mi querido don Miguel, no vaya a ser que sea usted el ente de ficción, el que no existe en realidad, ni vivo ni muerto... no vaya a ser que no pase usted de un pretexto para que mi historia, y otras historias como la mía, corran por el mundo. Y luego, cuando usted se muera del todo, llevemos su alma nosotros. No, no, no se altere usted, que aunque dormido y soñando aún vivo. ¡Y ahora, adiós!

Y se disipó en la niebla negra.

Yo soñé luego que me moría, y en el momento mismo en que soñaba dar el último respiro me desperté con cierta opresión en el pecho.

Y aquí está la historia de Augusto Pérez.

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