I - Desayuno en las nubes

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Antes, la vida se teñía en un frío tono de azul, y yo no lo supe hasta que Emily llegó destellando en el dorado más reluciente que pudiera imaginar.

Caminaba envuelta en un aura de misterio y de preguntas que no puedes hacer. Por ejemplo, esa vez en que quise saber qué significaba el tatuaje en su muñeca. En él, dos rosas pequeñas se hacían de sus espinas para protegerse.

Su respuesta fue bajar la manga de su sudadera hasta cubrirlas para luego preguntarme por qué me gustaba dormir afuera.

Mis padres no sabían de algún suceso durante mis primeros cinco años de vida que explicara por qué una noche sólo salí al patio. Cargué un par de mantas, me envolví en ellas y dormí un par de horas hasta que mamá descubrió que mi cama estaba vacía.

Con los años, decidieron que era mejor protegerme en lugar de entender, así que me ofrecieron una carpa bien equipada e incluso una ampliación a la casa del árbol de mi hermano mayor, pero los rechacé.

Creí que era un capricho que iba de la mano con mi fascinación por el cielo nocturno. Luego creí que se debía a una fobia sobre los espacios cerrados, con cada pared o límite que amenazara con cernirse sobre mí.

No era como si yo fuese un alma intrépida que no podía ser domada o una ávida investigadora del universo. A veces me envolvía la sensación de que tenía que encontrar algo que sólo aparecería durante la noche.

En mi espera, el infinito me acompañaba. Se convirtió en el consuelo a un sentimiento que no alcanzaba a comprender, en el único crucigrama que me intrigaba y maravillaba al mismo tiempo.

Lo fue al menos hasta que conocí a Emily.

—Emily... ¿Bochner? —La maestra Healy la miró con duda y tuvo la intención de repetir su pregunta al no obtener la atención que buscaba.

La chica nueva parecía demasiado distraída por los vidrios o, quizás, por la vista que teníamos desde el tercer piso. Yo tenía problemas con la altura, pero prefería mi asiento junto a las ventanas por encima de cualquier otro.

—Bouchard —respondió la chica, sin desviar su mirada del exterior ya besado por el otoño.

—Emily Bouchard —pronunció la maestra, orgullosa de su forzado acento—. Emily será su compañera este último año. Viene de Canadá y espero que todos sean amables con ella.

Sin tardar más, la maestra recorrió el salón con su vista y apuntó uno de los asientos del medio, justo delante, de los que nadie usaba por sentido común: ella tenía un problema con su saliva explosiva.

De mala gana, Emily caminó al lugar seleccionado. Desde el mío, pensé en la cantidad de veces durante esos dos minutos de presentación en que ella observó el exterior con un anhelo conmovedor.

No tardé en compadecerme. Era una especie de talento mío, pero esta vez fue un impulso el que me hizo ponerme de pie.

Se sintió como si un reflector me apuntara hasta ensombrecer el resto de la escena. Me dio un protagónico que yo no disfrutaba en lo absoluto y en donde mi única línea era para la chica nueva.

—Puedes tomar mi asiento.

Rápidamente las burlas iniciaron como lo hacían desde antes de vacaciones, cuando todos se enteraron, de la peor forma posible, que me gustaban las chicas.

Para ser honestos, ¿había una buena forma en que todo el mundo se enterara? Pues no. Ninguna es una «buena forma» si no eres tú quien decide contarlo. Mucho menos si no estás lista en lo absoluto.

La maestra Healy intentó exterminar las burlas, pero yo sabía que no importaba la duración de estas. En el receso y durante el almuerzo sería lo mismo.

La Noche Soleada || EN FÍSICO Y EBOOKDonde viven las historias. Descúbrelo ahora