La señora Woolf se aseguraba que cada rincón de la casa quedara extremadamente pulcro, que ni una sola mancha dañará el ambiente monocromático de la mansión. fielmente entregada a su tarea, intentando que la limpieza se llevara sus temores por el acontecimiento de esa noche. Reacomodando una y otra vez las decoraciones de la tan ansiada fiesta.
Era la tan esperada cena de navidad.
El estruendo de la puerta principal la hizo saltar nerviosa, sus huesos se crisparon y quiso desaparecer cuando la tan familiar voz hizo acto de presencia. Exigió de su presencia y se apresuró a llegar para evitarle molestias, se sorprendió al ver que no venía sólo, una jovencita veinteañera venía a su lado. “La pobre ilusa, si tan solo pudiera hacer algo”; se dijo.
—¿Dónde está mi padre? —inquirió, con un relajado tono de voz que hacía a la señora Woolf temblar.
—Se encuentra cazando, dulzura —respondió robóticamente, sonriendo tanto como sus mejillas le permitían.
—Bien —asintió satisfecho—. Ella es Virginia, es nueva en el pueblo y no tiene donde quedarse. Pasará navidad con nosotros, muéstrale nuestra hospitalidad.
La señora Woolf asintió repetidas veces, sin borrar la sonrisa de su rostro. Virginia, que se había mantenido callada con una expresión de desconcierto en el rostro le tendió la mano, mas tuvo que rechazarla. Tenía prohibido relacionarse con las invitadas.
La llevó hasta su habitación en silencio y parsimonia, litúrgico. “Oh, pobre jovencita, maldita la hora que llego a esta casa”, se lamentó llena de culpa la desdichada señora Woolf.
Volvió a sus deberes, sacudiendo las cortinas repetidas veces y reajustando las decoraciones navideñas. Odiaba ese día más que cualquier otro, la pena la acongojaba de una forma incalculable. Se culpaba de todo, de haber dado a luz a un marcado. Si su madre bien se lo advirtió cuando se enteró del embarazo y ella la tachó de una vieja loca, ahora, ya no había ni tiempo para arrepentirse.
Las horas pasaron con tal rapidez, que cuando se dio cuenta, ya estaba frente a la puerta de su hijo, temblando de miedo y escuchando como él mantenía una plática en algún idioma desconocido para ella, se armó de valor y toco.
—Ya es hora.
.
.
.
Bajaron al sótano detrás de él; su esposo, contrario a ella, hace mucho que había perdido la razón, ya se había dejado llevar por la locura y no era más que un fiel sirviente de su heredero. La señora Woolf no podía evitar preguntarse cuándo lo haría ella también.
De inmediato, los gritos ahogados y los ruidos de las cadenas metálicas siendo tiradas, hicieron acto de presencia. La señora Woolf hizo acopio de toda su fuerza de voluntad para no vomitar, “oh, Dios mío, apiádate de ellas” pensó.
Ahí, en ese frío sótano, encadenadas se hallaban por lo menos diez jovencitas, habían sido “cazadas” por su esposo y por el joven de dieciséis años que una vez llamó hijo. Su progenitor, Balor, era un marcado. Un podrido. Su alma había sido tomada por los demonios y él había sucumbido plácidamente a la oscuridad, había tenido su “despertar” en su cumpleaños número trece. Era poseedor de una fuerza sobrehumana y un poder de manipulación incomprensible, poderes obtenidos por las sombras con las que él siempre se la pasaba charlando en aquel extraño idioma antiguo.
Los ojos de Balor, recorrieron la habitación con avidez, buscando a su chica preferida para esa noche. Para la tan ansiada cena navideña. La señora Woolf miró con horror como era elegida aquella chica que llegó apenas hace unas horas, Virginia. Su esposo, como fiel sirviente, solo le bastó un movimiento de muñeca para desatarla y llevarla hasta la pequeña sala improvisada. No importo cuanto la joven pataleo, cuánto grito o tironeo, para cuando la señora de la casa abrió los ojos de vuelta, Virginia ya estaba sobre la mesa de metal, encadenada.
Balor sonrió como nunca, regocijándose en el goce inconmensurable que le daba esa noche. Se quitó su abrigo, lanzándoselo a la mujer que una vez llamó madre y caminó hasta donde estaba su presa, cerrando la cortina de paso para tener un poco de intimidad.
La señora Woolf se esforzó en moverse de su sitio, yendo hasta la radio para poner la típica música clásica de fondo, en un tono bajo porque Balor disfrutaba el sonido de los lloriqueos de las mujeres. “Acaba con esto, Dios mío”; rogó la mujer, de vuelta.
Y entonces, pasó. Los desgarradores gritos de la mujer y el sonido de la sierra fue lo único que llenó la habitación, la sangre salpicó la vieja y desgastada cortina, creando un desastre que ella terminaría limpiando. La señora Woolf no sabría asegurar cuánto tiempo pasó antes que el último aliento de la joven Virginia fuera proclamado, a Balor le gustaba ver a sus víctimas suplicando piedad, llegando a un punto de dolor en el que rogaran por la muerte misma.
Las demás jóvenes, sollozaban en silencio para no llamar la atención, temiendo ser las siguientes. Todas retraídas en el suelo y tan pegadas como las cadenas en sus extremidades les permitían.
La señora Woolf, de igual forma, lloro en silencio, sin moverse ni un pelo, maldiciendo la hora en la que dio a luz.
.
.
.
El sonido de los cubiertos al hacer contacto con la vajilla de porcelana era lo único que resonaba en la mansión. El reloj casi marcaba las doce y el alimento estaba por desaparecer del gran comedor.
En la silla principal, en la cabecera, se hallaba el joven Balor Woolf, disfrutando de su preciada cena navideña, con la elegancia y porte que le caracterizaba. A unos metros, el que alguna vez fue el respetado señor Woolf se encontraba en el suelo, comiendo como un perro y reducido a nada más que un viejo demente. Y la señora Woolf, estaba quieta, cerca de la ventana y quedándose sin cenar una vez más, porque no importaba cuánto miedo Balor le inspirase, no iba a probar esa comida jamás. Prefería morir de hambre antes de perder la poca cordura que le quedaba.
Antes de ceder y entregarse al disfrute que era para su hijo y su esposo el devorar sin remordimientos a seres humanos.
“Que Dios nos ampare”, pensó una vez más la señora Woolf, deseando con toda su alma que la próxima navidad no llegará jamás.
ESTÁS LEYENDO
La familia Woolf
Misterio / Suspenso"La señora Woolf se aseguraba que cada rincón de la casa quedara extremadamente pulcro, que ni una sola mancha dañará el ambiente monocromático de la mansión. Fielmente entregada a su tarea, intentando que la limpieza se llevara sus temores por el a...