A veces tienes que sangrar para saber...

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Admirarla a la lejanía era difícil. Una lejanía que no era física, sino mental. Era imposible que estuviéramos más cerca uno del otro, todos los días, luchando hombro a hombro, escuchando las desvaríos del otro, aguantándonos los malos días y disfrutando los buenos, aunque de esos bien pocos.

Sin embargo, aún en esa cercanía ella estaba muy lejos. Lejos en sus pensamientos, en sus responsabilidades, en su manera de entender el mundo, en sus letras y sus cálculos. Lejos entre los camaradas que había perdido y que tanto había amado.

A veces me miraba, pero no me miraba en realidad; me podía responder algo coherente a lo que sea que yo podía estar hablando, pero no era una respuesta del corazón y yo lo resentía.

-Pasemos la tarde juntos hoy, Levi, vayamos a esa orilla del río. Compré hace unos días unas galletas que te encantarán.-yo asentí. A las cinco me dijo, antes que baje el frío del atardecer.

Y allí la esperé. Mirando mi reloj, cada tres minutos, como un idiota. De a poco, los manchones anaranjados del atardecer aparecieron y las manecillas seguían avanzando sin tregua. Me tuve que poner la chaqueta cuando una brisa me congeló los brazos.

Dieron las seis y treinta. Preocupado, fui a buscarla. ¿Dónde? No estaba en los cuarteles. Se había desvanecido. Con una ligera incomodidad en el estómago, me fui a acostar aquella noche sin haberla visto.

Al llegar la mañana, fue ella misma quién me despertó, tirándome un almohadón en la cara. Sonaba su risa cristalina en la habitación, tan ruidosa como ninguna, dulce a mis oídos. La risa que yo podía reconocer a la distancia, la risa que me ponía nervioso de solo oírla en algún rincón de los cuarteles. Ese sonido que yo había perseguido hasta hallarla.

-¿Dónde estabas, idiota?-le pregunté. Ella me miró con un gesto de perro perdido.

-¿Cuándo?

-Ayer... -me sentí ridículo mientras articulaba la palabra. Claro, lo había olvidado, yo había sido el único imbécil que había tomado la invitación en serio.

-¡Oh, mierda, Levi! Lo olvidé por completo, que íbamos a salir. Disculpa, me fui a la biblioteca. ¡Se me pasó la hora! Lo siento de veras-se arrojó encima de mí y me apretó entre sus brazos, tan fuerte que me ahogó un poco. Yo me quedé congelado unos instantes y luego atiné a revolverle el cabello. Su calor se sentía tan agradable a mi lado, tan familiar. Intenté disimular lo cómodo que me sentía ante su tacto.

-En otra ocasión, ¿ya?-el tono casual de su invitación no hizo más que desmotivarme

-No, ya no haré más planes contigo.

-Mentiroso-sentenció. Me soltó de repente y me dio un golpecito en un hombro.-Ya, hora de levantarse. ¡Tenemos mucho que hacer hoy!

Me desperecé, con el dolor de mi alma de tener que caminar hacia la realidad y olvidar el momento en que sentí su cuerpo cerca del mío. Ya la vería yo abrazando a otros tal cual como me abrazaba a mí, yo tendría otro día pensando si yo significaba algo diferente para ella o no, si era tan solo su camarada, si era solo el amigo que la hacía reír con comentarios sobre mierda, el que la tapaba cuando hacía frío, el que la cuidaba, el que la amaba con esa pasión mía que llevo bien adentro oculta entre mis emociones trabadas detrás de mil puertas y cerradas bajo mil cerrojos.

Ella no podía saber, no tenía como saber. ¡Si ella es pura lógica! Pura realidad, puro sentido. Una mujer concreta. Muchos podían creer que su humor y soltura la hacían una persona un tanto perdida y desvariada, pero yo sabía muy bien que eso no era cierto. Hange no tomaba pasos en falso cuando la vida estaba en juego, ni su cerebro dorado descansaba nunca. Trabajaban sus neuronas todo el tiempo y a veces no había espacio para que ella pensara en mí.

Grieta en mi corazónWhere stories live. Discover now