1. Otro tarado carilindo

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Cuando mamá le rapó la cabeza a Valeria, ella hizo lo mismo con todas sus muñecas. Yo apenas tenía cinco años y ahora, que ya tenía dieciséis, todavía oía en sueños el llanto de mi hermana. Mamá también lloraba, pero lo hacía en silencio. Intentaba mantenerse fuerte por ella, por todos. La leucemia de Vale había llegado en el peor momento posible: la fábrica donde papá trabajaba había cerrado por culpa de la crisis y la familia se había quedado sin su mayor sostén. La peluquería de mamá no nos alcanzaba.

No tuve miedo cuando me sacaron sangre. Era muy chico, pero me habían explicado que podía salvarle la vida a mi hermana. Y no entendí muy bien lo que me dijeron, solo supe que quería que Vale se quedara conmigo. Que no se fuera. Hoy, sabía que había sido casi un milagro: la probabilidad de que un hermano presente una compatibilidad perfecta es de una en cuatro.

A veces, las tragedias o las experiencias dolorosas sirven para unir a las familias. En medio de la oscuridad, se vislumbra un rayito de luz e intentamos aferrarnos a ella con toda nuestra fuerza. Nos contagiamos de esa luz y de repente, sin que nos diéramos cuenta, la luz se fundió con nosotros. Pero no siempre es fácil. Y es posible caerse o que esa luz se aleje. Hay que levantarse, hay que extender las manos y pedir ayuda. A veces pienso que nuestra vida sería mucho más fácil si en las calles que transitamos a diario, llenas de propagandas de celulares o televisores, pusieran carteles que dijeran Prohibido no pedir ayuda.

Ahora, como burlándose de la enfermedad que casi la había arrancado de nuestro lado, Vale llevaba el pelo largo hasta la cintura. Su lacia cabellera castaña era su dios personal: lo cuidaba con baños de crema, lo cepillaba cada mañana y cada noche, y lo planchaba solo cuando tenía un cumpleaños.

Y en ocasiones, como ahora, Valeria venía a mi cuarto y me pedía que le cepillara el pelo. Era nuestro ritual, una especie de celebración de la vida.

—Tremendos tubos que sacaste —me dijo, mirándome los brazos sorprendida—. No me había dado cuenta.

—¿Te parece?

—Sí, ¡antes no tenías esos músculos!

—Son gracias a vos, entonces.

El año pasado pusieron un gimnasio enfrente de casa y mamá decidió que ya no tenía excusas para empezar a hacer ejercicio. Las publicidades de la tele y las revistas comenzaban a recordarle que no estaba tan flaca como debería. Como se pasaba el día en la peluquería, llevaba una vida bastante sedentaria. El problema era que no quería ir sola y ninguna de sus amigas quiso ir con ella. Los primeros días fue con Vale, pero una noche mi hermana me preguntó si no quería acompañarla yo. Cuando le pregunté por qué, me dijo que los tipos la miraban y que se sentía incómoda. Así que me pasé cuatro meses haciendo abdominales, sentadillas, levantando pesas, y preguntándome cuál de todos esos hombres había mirado a mi hermana; planeando mil y una maneras de asesinarlo lenta y dolorosamente.

—Este año enganchás algo, nene —dijo ella con una risa pícara.

La verdad, no creía que enganchara nada. A nadie, es decir. Había que ser realista: no era el tipo de chico que les gustaba a las chicas. Ellas siempre están atrás del lindo, del divertido, del malo. Y yo no era lindo ni divertido ni malo. Me gustaba leer (mis paredes estaban repletas de pósters de novelas de fantasía), la música metal y en el balconcito de mi habitación coleccionaba cactus. Sí, esas plantas verdes con espinas.

Los únicos amigos que tenía, si es que podía llamarlos así, lo eran porque querían que les soplara en los exámenes y hacer los trabajos prácticos conmigo para sacarse buenas notas. Cuando se anunciaba una prueba, ya tenía tres pretendientes mirando hacia mi dirección. Eso me satisfacía y a la vez me hacía sentir miserable. Siempre cedía. Tenía la impenitente necesidad de ser aceptado, de ser querido. Y no me importaba que mi deseo se cumpliera a través de esas relaciones casi parasitarias.

CoverWhere stories live. Discover now