Capítulo 1 - Un cuchillo a la luz de una vela

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Panamá - 13 de junio de 1832.    

     El cuerpo se desplomó sin proferir un solo quejido.

     Retiró la mano y estudió su guante. El color negro del cuero no presentaba una sola mancha de sangre. Giró la muñeca y movió los dedos, maravillado por lo limpio del crimen. El padre Cristobal tenía razón, pensó tocando con la punta del dedo el sitio exacto donde el cuchillo penetraba la piel del difunto.

     -Recibir un golpe aquí -le dijo el venerable religioso una vez, señalándose la nuca-es mortal. Creo que ese es el punto donde el Altísimo instila el alma de los hombres al nacer, pero no he podido convencer al prior de la orden de esta idea. Ayer me amenazó con llamar al Santo Oficio si seguía insistiendo con esa blasfemia.

     -Tenía razón, su paternidad-susurró el hombre, deslizando el dedo por encima del mango del cuchillo-. Lástima que ya no esté con nosotros, para poder decirle que tenía razón. 

     En otros tiempos, habría agregado que esperaba que estuviera en el Paraiso o que le deseaba paz a su alma, pero su lengua se trabó apenas trató de decir frases en las que ya no creía.

     No más. Lo prefería así. De creer en Dios, estaría condenado al infierno por toda la Eternidad. No había perdón divino para lo que había hecho.

     Mucho menos, para lo que aun tenía que hacer.

     Sacó una espada corta de su vaina y se alejó del cuerpo. Se paró en mitad de la sala y observó el lugar. No era su primera vez allí, pero si la primera sin la presencia del dueño de la casa, que debía estar roncando en su habitación. Cuando despertara, se iba a encontrar con que su perfecto mundo había desaparecido. Lo necesitaba confundido, para que actuara de acuerdo con sus designios. Si hacía lo que se suponía debía hacer, el resto sería un juego de niños.

     Miró la punta de su espada, que refulgió en destellos dorados bajo la luz de la vela. No debía confiarse. Sabía por experiencia propia que don Diego no era un tonto. Por décima vez se cuestionó sus planes y, por el mismo número de veces, se obligó a confiar en sí mismo. No podía echarse para atrás. Ya era demasiado tarde y el premio estaba tan cerca que podía sentirlo en la punta de sus dedos.

     Se acercó a la mesa y empezó a tallar en la madera. Letras se volvieron palabras. Cuando terminó, sacudió las astillas y leyó la advertencia.

     -Ahora sí, señor don Villanueva -pensó con rabia, mientras guardaba la espada-. Veamos como lidia con esto. 

     Se acercó para apagar la vela, hasta que recordó el detalle final. Se llevó la mano a la cabeza y se quitó el sombrero Panamá que llevaba puesto. Era de muy buena calidad, de color blanco y con una banda negra. Lo usó como abanico tres veces, antes de ponerlo sobre el mensaje tallado en la mesa. Al hacerlo se percató de la pequeña línea de sangre que se extendía el largo de dos dedos en el frente de la corona. 

     Acercó la punta del dedo, pero se detuvo. Recordó que sus guantes estaban limpios y que la herida casi no había sangrado. Esa mancha no provenía del socio de don Diego, por lo que solo podía venir de otro sitio.

     No era la primera persona que mataba esa noche y, ciertamente, no sería la última.


Los asesinatos de los sombreros PanamáWhere stories live. Discover now