Capítulo 2 - La nota en la almohada

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     Don Diego abrió los ojos y lo lamentó casi de inmediato.

     El dolor fue intenso, como si alguien estuviera enterrando un clavo en su frente. Trató de levantarse, pero solo consiguió que la habitación empezara a dar vueltas a su alrededor. Se dejó caer en la cama y mantuvo los ojos cerrados hasta que sintió que el mundo dejaba de balancearse dentro de su cabeza.

    -Por la virgen, es la última vez que pruebo esa basura- murmuró, tratando de echarle la culpa de todo a la botella de vino peruano que probó antes de perder la conciencia y obviando todas las otras que la precedieron a lo largo de la noche anterior. Cuando el recuerdo fue demasiado poderoso para obviarlo, tuvo que aceptar que era un milagro que estuviera despierto.

     Trató una vez más y el mundo no giró. Sus ojos se fueron acostumbrando a la luz que entraba por el amplio ventanal a su derecha. Por el color, debía estar amaneciendo. Ya se empezaban a escuchar los gritos de los primeros vendedores en la calle y las imprecaciones por motivos varios que la actividad laboral matutina generaba. Debería ser un pecado pararse tan temprano.

     -Suficiente, Diego -escuchó la voz de su esposa decir con cariño-. No blasfemes.

     -Lo siento, querida -respondió, girando la cabeza, tan solo para encontrar que el otro lado de la cama estaba vacío. Esa sensación de ausencia lo despertó más rápido que un balde de agua fría. Se enderezó, su cabeza palpitando como si tuviera un tambor en su interior. Estiró la mano, como si no pudiera creer que Antonia no estuviera a su lado.

     Las sábanas se sentían frías.

     Unas impresionantes ganas de vomitar lo invadieron, pero logró controlarlas respirando hondo, como su padre le enseñó que debía hacer en esos casos. Después de la cuarta aspiración, su corazón se calmó y las náuseas cesaron.

     -¿Qué pasó anoche? -dijo en voz baja-. No recuerdo como regresé a casa.

     Tal vez Antonia tuviera una respuesta. Debía salir de la cama y buscarla para preguntarle.

     No fue hasta ese momento que vio la pequeña carta colocada sobre la almohada de su esposa. Era una de las hojas de papel que a ella le gustaba usar, doblada en dos. Con dedos trémulos, como si temiera descubrir lo que encontraría al abrirla por completo, tomó la hoja y la estiró. La letra de Antonia se materializó en trazos floridos que solo ocupaban un par de líneas.

     -Querido Diego. Cuando leas esta carta, ya no estaré. He pecado contra ti, contra Dios y contra mi persona, pero no pude evitarlo. Amo a Brígido y ha prometido casarse conmigo. Que esta carta te sirva como prueba para pedir el divorcio. Yo no puedo pasar un día más contigo. Te diría que lo siento y que morir sería lo mejor para mitigar mi dolor, pero agregaría otro pecado a mi alma al mentir. Te deseo lo mejor. Besos y abrazos, Antonia.

     Leyó la carta dos veces antes de reconocer la voz de su esposa en esas palabras. Demoró un poco más en reconocer el nombre y ponerle un rostro al bellaco que le robaba a su Antonia. Brígido. Un jovenzuelo y vividor. Un poeta. ¡Un poeta! Su esposa lo abandonaba por alguien que prefería cantar las palabras en vez de hablar claro.

     Si los encontraba, los mataría a ambos.

    


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⏰ Last updated: Nov 20, 2019 ⏰

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Los asesinatos de los sombreros PanamáWhere stories live. Discover now