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No toda persona tiene capacidad para saber lo malo que viene del otro, el oído siempre se interpone, para bien o para mal.

Si no oyéramos, no estuviéramos expuestos a las consecuencias que acarrea el ruido, el timbre inoportuno del móvil, la matraca de las notificaciones que timbran cuando deben callar.

Si no oyéramos, la bomba eléctrica del corazón no alteraría su ritmo, no nos aflorarían lágrimas al rostro, pero existe el oído, el órgano de la discordia, por el cual nos declaramos la guerra, por el cual nos ofendemos y odiámos en vez de amarnos y apoyarnos.

Si no oyéramos, sin duda, seríamos más felices, evitaríamos el estruendo al que nos somete el escándalo.

Es muy difícil cumplir la sentencia de que "a palabras necias oídos sordos". Se requiere una fuerza muy esmerada de los oídos y de los instintos para sentir misericordia de la persona, con el fin de ignorar sus ofensas y hasta de amarlo, con más fuerza de amor que toda la de su odio.

Se encuentra el oído de por medio que interrumpe los designios de la felicidad.

Si no oyéramos, nos evitaríamos el crujir de la envidia que corroe nuestro alrededor.

En resumen, el amor no necesita palabras, el rechazo tampoco, de sordera nadie se ha muerto, pero sí de oír disparates.

Después de todo, Bethoven, con su música bombástica y única, era sordo.

A DIFFERENT PERCEPTIONDonde viven las historias. Descúbrelo ahora