Campos de frutilla

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Lo conocí en el Paraguay, trabajando en unas plantaciones de frutillas de una renombrada familia de la zona. Esto fue hace mucho tiempo, yo en aquel entonces tenía veinte y seis años y acababa de recibirme de periodista. Desconocía por completo que muchos años después acabaría por dedicarme al tan deleznable oficio de asegurador.

Había estado viajando por todo el norte argentino con mi mejor amigo, en lo que había sido un extenso viaje planificado con antelación. Sin embargo, en la frontera entre el Chaco y Formosa hubo un abrupto imprevisto: mi compañero conoció a una chaqueña muy simpática que nos guió por lugares poco explorados de la zona. No sé si será por mi lentitud para lo obvio, pero me impactó notablemente el día que me pidió un momento para contarme que, por haberse enamorado, había decidido dar por finalizado nuestro viaje.

Una vez que me despedí, el estupor me golpeó recién dos días después de llegar a Formosa y ahí entendí: me había quedado sin compañero de viaje.

Sentía ahora que el camino que habíamos trazado se desdibujaba y que las distancias eran mucho más vertiginosas y extensas. Era así, que a medida que atravesaba a paso rápido aquella provincia y me acercaba a los límites de la República Argentina, percibía sesgadamente que cada territorio nuevo recibía mi débil presencia con temeraria hostilidad.

Repleto de dudas, cuando llegué a Clorinda, la ciudad formoseña recientemente golpeada por una gran inundación, me detuve a pensar bajo un sol abrasador si yo también debía ponerle un punto final a esta precoz aventura. ¿El viaje había acabado o se había transmutado y, entonces, debía dignamente continuar?

Vi el riesgo que suponía para mi decisión haber cultivado en este tiempo tanto resentimiento hacia mi amigo, hacia su nueva pareja y, por extensión, hacia el amor. E intuyendo que la insolación y la soledad podrían contribuir a que mi titubeo se profundizara aún más, me pregunté rápidamente por qué hacía lo que hacía. Entonces, hallé una respuesta íntima y decidí continuar.

Dada mi naturaleza curiosa y desvergonzada, atravesar la frontera hacia el país vecino fue relativamente sencillo. Conocí en un bar a un guitarrista local, con más carisma que habilidad, y a la salida le invité una cerveza. Aproveché para evacuar mis dudas y así me explicó cómo podía sortear a los centinelas de las fronteras. Antes de partir me hizo un par de preguntas y entre risas remató:

- Loco, vos sos blanco. ¿Y me dijiste que sos italiano por parte de tu abuela? Ni te preocupes, vaya nomás. Lo que sí, si en una de esas tenés algo para darles, vas a pasar más tranquilo.

Así fue. Tenía un anillo de plata que llevaba como amuleto (y que al parecer no me había estado siendo muy útil), así que su pérdida francamente no me importaba demasiado. Por lo cual, una vez que los despachadores me hicieron las suficientes preguntas, y después de ver que de mi pinta de hippie no emanaba peligrosidad alguna, me recibieron el anillo. Entonces, las puertas de un país desconocido se abrieron ante mis ojos.

Ni bien atravesé la frontera me empeñé en recorrer los sitios más hermosos que pudiera encontrar. Noté que en la mayoría de ellos, la vegetación era ampliamente superior a la de la tan urbana Buenos Aires. Para este tipo abstraído de los números, todo fue color de rosas hasta que una tarde, en una pequeña feria gastronómica de Areguá, caí en la cuenta de que mi situación económica era crítica. Y que, si quería seguir viajando, entonces debía encontrar urgentemente algún modo de solventarme.

Pensé, para mis adentros, que siempre había sido un pésimo administrador. Y lamenté entonces, una vez más, que aquél que tan bien se llevaba con los números hubiera encontrado en el Chaco su lugar en el mundo. "Chaco...qué desperdicio" pensé desde mi vulgar razonamiento porteño.

Campo de FrutillasWhere stories live. Discover now