Cuarentón, padre y zapatero

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En realidad no debería preocuparse tanto por abrir la zapatería a su hora. Casi nunca aparecía nadie tan temprano, y cuando llegaban a esas horas no solían ser clientes. Comerciales de seguros insistiendo en el daño que le haría un incendio y lo bajas que eran las cuotas que ofrecían; agentes inmobiliarios que entraban directamente señalando las grietas en la pared o las humedades del techo, para luego hacerle una oferta por el local como el que le hace un favor; practicantes de alguna religión que venían a mostrarle la infinita bondad de su dios pero no la infinita capacidad de su bolsillo; o el enésimo activista del enésimo grupúsculo minoritario que quería pegar un cartel en la puerta para visibilizar el calvario por el que estaban pasando los suyos por ser diferentes. Si Ramiro les contara.


La cuestión era que él siempre abría a las 9 de la mañana. Ramiro no era especialmente mayor, acababa de superar la cuarentena, pero sabía por las barbas de sus vecinos que si empezaba a no tomarse en serio los horarios acabaría por caer en la desidia, o en algo peor. Necesitaba sus rituales; despertarse a las 7:00, soltar a su mujer en el hotel donde trabajaba de camarera de piso a las 7:45, dejar a los niños en el colegio a las 8:00, aparcar en su calle a las 8:25, café con tostada y periódico en Casa Augusto a las 8:30, y levantar la persiana a las 9:00. Media hora para comer a las 15:00 y vuelta al tajo hasta las 21:30. Esta mañana ya había dejado a los niños, pero tendría que saltarse el desayuno y aún así no sabía si abriría a tiempo.


Llevaba tres cuartos de hora buscando aparcamiento. Todavía no podía creerse que después de tantos años, Paco, el guardia urbano con el que había compartido su infancia en el colegio y su juventud en los billares del Bolocho, le negara el paso a la calle donde siempre había aparcado su padre y donde lo hacía él, con su mismo destartalado utilitario, desde que heredó su decadente negocio. "Ya no puedo hacer más la vista gorda, Ramiro, esa calle es para coches Eco color blanco perlado. El tuyo es blanco sólido y daría mucho el cante".


Así que le tocó buscar en la zona no Eco de la periferia. Aparcamiento reservado para personas con discapacidad, nope. Aparcamiento reservado para seguidores del Alfa, nope. Reservado para seguidores del Omega, nope. Reservado para afiliados del PA, nope. Reservado para afiliados al PB, nope. Para mujeres con... nope. Para jóvenes de... nope. Para mayores de 55 con... nope. Reservado para veteranos de la guerra de... nope. Para padres de familia, ¡bien!, de renta inferior al tipo B, ¡olé!, con pequeño negocio en el centro urbano, ¡sí!, de venta minorista, ¡lágrimas saltadas!, vehículos color blanco nieve, ¿?


Junto al hueco que había encontrado había otros coches aparcados; diría que eran del mismo color que el suyo. Durante el microsegundo en el que se detuvo para leer el cartel ya habían empezado a sonar los cláxones, así que se decidió a aparcar. Ya fuera del vehículo, limpió sus gafas y observó alternativamente la carrocería de su vehículo y la del inmediatamente anterior. No había diferencia. Por fin un golpe de suerte. Fue al parquímetro y echó unas monedas. Buscó en su teléfono; la mejor opción era la línea 47a, había una parada a unos cien metros y el autobús llegaría en unos veinte minutos, luego al metro un cuarto de hora, y un paseo de cinco minutos hasta la zapatería. Con suerte podría abrir a las 10.


Llevaba ya más de media hora esperando en la parada y el autobús no aparecía. Intentó aprovechar el tiempo haciendo un estudio de mercado. De vez en cuando, Ramiro cerraba los ojos y recitaba mentalmente la marca, modelo, color y número de los zapatos de todos los que esperaban junto a él y de los viandantes que había visto pasar por su acera. En uno de los muchos ratos libres que tuviera en la tienda los anotaría e intentaría buscar un patrón que le sirviera para incrementar sus escasas ventas.

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