Mi plan fallido.

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El jaleo en la casa empieza a destrozarme la cabeza. Mi madre lleva desde las diez de la mañana en la cocina, cacerola arriba, cacerola abajo. Nunca se esmera tanto en una comida como en la de Nochebuena, aunque podría empezar un poco más tarde, que más que cena va a parecer un desayuno.

Trato de opacar un poco el ruido poniéndome la almohada en la cabeza, pero ni siquiera eso me libra de escuchar los berridos de mis hermanos y de mi padre. Está claro que a ellos les molesta la cacerolada lo mismo que a mí, pero no tienen nada mejor que hacer que protestar a gritos.

Mi puerta de pronto se abre de par en par.

—Tu madre dice que bajes a desayunar —dice Susana, mi hermana pequeña.

Yo tan solo le gruño en respuesta y sigo en mi posición. Lo peor de no hacerle caso es que de repente, noto en peso sobre mi espalda. No es tan pequeña ya. Le llevo solo tres años y es casi de mi misma altura, así que estoy más que seguro que moriré asfixiado entre ella y la almohada, que aún sigue en mi cabeza.

—¡Venga, perezoso! —insiste saltando un poco.

Me rindo. Es eso o morir, y aún soy joven.

—Vale, vale —digo a duras penas—. Pero levántate que me cortas la respiración.

Sé que se ha indignado con mi comentario por la aspiración de sorpresa que escucho viniendo de ella.

—¡No peso tanto, idiota! —me reprocha dándome un golpe en el hombro.

No me molesta que me pegue, porque por fin se ha levantado y soy capaz de respirar profundo. Saco mi cabeza y la miro, aunque solo puedo ver cómo se va de mi habitación, aunque sin tener la deferencia de cerrar la puerta. Genial, ahora escucho todo mucho mejor.

No tiene sentido seguir demorando el momento, así que me levanto y, después de ir al baño, voy directo hacia la cocina.

—Buenos días, dormilón —saluda mi madre.

Me acerco a ella y le doy un beso en la mejilla, asomándome para ver lo que está haciendo. Ya tiene hecha la sopa y tiene la carne en la olla. No sé por qué lo quiere tener todo tan temprano, pero así lo hace siempre. No voy a buscarle más explicación a lo que no lo tiene.

Mientras, trato mejor de enfocarme en lo mío. Cada mañana me quedo aquí pensando en cómo voy a hablar con mi familia. No es fácil. Tengo una familia tradicional, unos padres que van a misa los domingos, aunque desde que tuvimos libertad de elección, ninguno de sus cinco hijos lo hacemos.

Mis cuatro hermanos son normales. No que yo no me considere normal, pero ellos tienen gustos más... aceptables. Más aceptables para la sociedad.

—¿Qué haces removiendo tanto los cereales? —me pregunta mi madre, seguro que harta de verme así.

Parpadeo un poco más rápido para enfocarla. A lo mejor este es un momento como otro cualquiera, así que abro la boca para responderle.

—¡Mamá! ¿Has visto mi camisa azul? —la pregunta de mi hermano Juan hace que vuelva a cerrar la boca sin pronunciar palabra alguna.

—¿Acaso crees que soy un GPS? —contesta ella un poco irritada.

Me levanto en silencio y retiro el bol, para dejarlo en el lavavajillas después de vaciar el contenido que me ha sobrado, que ha sido casi todo, la verdad. Me voy de nuevo a mi cuarto. Sé que la pelea con Juan va a durar un rato, porque es un verdadero desastre. Él y yo somos los únicos que seguimos viviendo aquí, al menos a tiempo completo. Susana está en su último curso en la Universidad de Granada y solo viene los fines de semana, al menos los que no hay fiesta allí. Y mis otros dos hermanos mayores ya están casados y con niños.

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