Soy de costumbres fijas, muy fijas.

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¿Llaves? Las llevo. ¿Cartera? La llevo. ¿Móvil? Lo llevo junto a los auriculares. ¿Libro? Lo llevo. Hago mi repaso habitual, para que no se me quede nada en casa, y por fin puedo salir. Cuando salgo de casa, cierro con llave y golpeo un par de veces sobre la puerta, hoy le voy a añadir un repiqueteo, así no pensaré que fue lo que hice ayer y sabré que ha sido hoy, y por tanto, que no me la he dejado abierta.

No me puedo creer aún que sigo haciendo esto, creo no estoy bien de la cabeza. Pero sé que es lo mejor para no estar todo el tiempo pensando en si se me ha olvidado algo, o si cerré bien la casa.

Mientras estoy bajando por las escaleras es el primer momento en el que me asalta la duda. Por suerte, me acuerdo de que he tocado un par de veces y luego he repiqueteado en la puerta y me marcho tranquilo. Resoplo una vez más, frustrado por mi pequeño TOC, pero trato de no darle más vueltas.

Comienzo a andar hacia el local que se está convirtiendo en mi favorito, y no solo porque soy una persona de costumbres. ¿He cerrado la puerta? Sí, si lo he hecho. Mi lista de música "de todo un poco", me acompaña en el camino. Me sirve para abstraerme, aunque cuando voy andando tengo la suerte de que me disperso con facilidad, y eso me da un respiro.

Pego un repullo cuando por los auriculares se para la música para sonar mi tono de llamada. Miro mi reloj para ver quién es antes de aceptar la llamada, cuando una sonrisa totalmente involuntaria surge en mi cara.

—Hola, enana —contesto al teléfono a mi hermana.

—¡Tito Chicleeeeee! —responde mi sobrina en su lugar.

No me esperaba la voz de mi sobrina Candela y sonrío aún más. Esta niña me tiene loco y lo sabe bien, a pesar de que su hobby favorito es meterse conmigo. Lo lleva siendo desde los tres años, en los que hacía como que me ofrecía su comida para luego quitármela, tal y como su madre le había enseñado; mucho más con doce y en plena preadolescencia. No envidio a mi hermana y los quebraderos de cabeza que tiene y que va a tener.

—Te he dicho mil veces que no me llames así.

—Vaaaaale, tito Quiiiiique —me dice condescendiente—. No te enfades, que sabes que eres el mejor tito del mundo.

Frunzo el ceño, a pesar de que ella no me está viendo, aunque en realidad no me sienta mal que me haga la pelota.

—Soy tu único tío, zalamera.

—Pero podrías ser un asco, y eres el mejor.

—Tu lógica es aplastante, bicho —contesto bromista, aunque lo cierto es que lo es. Me vuelve a tener en la palma de su mano con solo una frase. ¡Qué lista que es!—. Pues dígame usted en qué la puedo ayudar. Porque imagino que esta llamada no es solo para regalarme el oído.

—Creo que me estás... —Hace una pausa y luego escucho un ligero ruido—. Mamá, ¿cómo es eso de que alguien crea que vas con alguna intención antes de que la tenga? —Ahora sé que el ruido era que se estaba separando el teléfono para gritarle a su madre.

—Prejuzgar —escucho que dice mi hermana.

—¡Eso! El tito me está prejuzgando.

Creo que me he convertido en un mero espectador, a pesar de que se supone que está hablando conmigo.

—Chicle, no prejuzgues a tu sobrina —dice la voz en grito.

—Ya lo has escuchado —añade de nuevo Candela, volviendo a hablar conmigo—. No me prejusgues.

Suelto una carcajada involuntaria, porque su expresión de suficiencia la puedo ver de forma clara en mi mente.

—Vale, Candela —le hablo con toda la seriedad que puedo reunir, a pesar de que sé positivamente que me iba a pedir algo—. Entonces tu llamada es para saber de mí, ¿no?

—Pues claro, tito. Quiero saber cuándo vienes a vernos.

Hago un sonido como si lo estuviera pensando mucho, hasta que su "¡Venga, tito!" trata de apremiar mi respuesta.

—De acuerdo, bicho. Creo que puedo ir este fin de semana —digo por fin.

—¡Yujuuuuu! —grita, provocando que me quite un auricular, aunque ya es tarde porque creo que me ha dejado sordo—. Tal vez, y solo tal vez, sea necesario que me arregles el ordenador. Pero lo más importante es que vengas, sin duda.

Vuelvo a soltar una carcajada, porque ya han quedado claras sus intenciones al llamarme. No es que me importe, porque sabe que lo voy a hacer igual.

—En serio que eres el mejor, tito. ¡Te quiero un montón! —Vuelvo a sonreír ante su entusiasmo—. Te dejo que tengo que estudiar. Mi madre dice que te llamará luego, que sabe que ahora estás ocupado —concluye a toda prisa.

Al final me despido rápido de ella, negando divertido con la cabeza. Sin darme cuenta apenas, he llegado a mi destino. Esta tetería donde puedo estar tranquilo, donde se respira paz, donde puedo leer y a la vez dispersarme de mi lectura.

El sonido tintineante de la campana me da la bienvenida, y un característico olor a café, hierbas aromáticas y dulce, me recibe. Miro hacia la barra y, como casi siempre, allí se encuentra ella con su eterna expresión sonrojada.

Bajo la mirada y busco mi mesa de siempre, la que prefiero, que por suerte está libre. Me gusta porque me siento cómodo con esta rutina, pero la verdad es que es desde la que mejor se ve la barra y lo que pasa por su alrededor.

La primera vez que vine a esta tetería fue un poco de casualidad. Andaba por el centro, tras terminar la reparación de un servidor de un cliente, cuando comenzó a llover. Sabía que no sería mucho tiempo, tan solo una pasajera tormenta de verano, pero no me apetecía andar con la camisa mojada, así que me metí en el primer sitio que vi, que no fue otro que esta tetería.

Me atendió ella y, aunque ella no lo hizo, yo la reconocí inmediatamente. Era María, una de las amigas de Laura, mi compañera de clase en la universidad. Como buen inútil social, siempre trataba de dejarlas tranquilas cuando veía que estaban juntas, por lo que no sabía siquiera si sabría quién era yo, lo que me quedó claro cuando observé que me miró como si me viera por primera vez.

Pedí un chocolate caliente, de lo que me arrepentí inmediatamente. El que de pronto estuviera lloviendo, no significaba que no hiciera casi treinta grados en el exterior, pero ya no iba a echarme atrás.

No llevaba nada para entretenerme, así que, entre miradas fugaces al móvil, aproveché toda esa tarde para mirar al personal. La gente que entraba, la que salía y, sobre todo, a los que trabajaban allí. Vi como, de atender otras mesas, llegaba otra de las amigas de Laura de entonces y continué viendo cómo interactuaban.

María estaba igual que como la recordaba. No había hablado nunca con ella, pero sabía lo que Laura me contaba. Era muy curioso conocer a sus amigos a través de sus ojos. Sus anécdotas, sus locuras. Me sentía parte de un grupo que ni me conocía. Entre otras cosas porque yo siempre estaba en mi mundo y, por más que Laura lo intentaba, no me dejaba conocer.

Después de aquel día, vengo aquí cada martes. Me organizo el trabajo para dejarme tiempo suficiente para no tener que pensar en nada más y vengo aquí; me siento en mi lugar, siempre que puedo; me pido un batido de yogur y frutas, pues he aprendido que el chocolate caliente en verano no; y leo, aunque en ocasiones solo finjo hacerlo.

Y cada martes ella está tras la barra, aunque no ha vuelto por aquí para tomar nota de mi pedido. Viene algún compañero y le deja el pedido sobre el corcho que hay sobre la pared, aunque puedo notar como comienza a prepararlo antes siquiera de que lleguen. Parece que sabe que soy de costumbres fijas, muy fijas. 

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