Pogo...

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Están, existen, encapsulados, aislados, llenos de ira, paranoicos, reprimidos, enojados, tristes, lentos, aletargados, tristes, emputados, hartos, enloquecidos, calmados, llorando, gritando, saltando, existen, y solo piensan en una cosa, llegar... El ritual es sencillo, suenan poderosas notas, al llegar son imperceptibles, todo es ruido, hasta que los oídos se van acostumbrando. Una vez que los oídos están nivelados, empieza el cuerpo a sentir golpes que calan los huesos, que perforan el pecho y provocan una sensación de vértigo, mareo, vómito. Desorientados, los cuerpos tratan de reconocer el sonido de la batería. Esos cuerpos molestos y llenos de espíritu, listos para salir, se preparan, de repente, empieza una, dos notas y tres. Tres simples notas y una frecuencia baja empieza a inundar en el aire de todos esos cuerpos. Ellos, dispersos hasta ahora, escuchan el llamado, el bajo los atrae y los prepara, todos los cuerpos se van juntando en el frente de batalla. Alrededor de cada cuerpo el espacio se va haciendo cada vez más pequeño. Las rodillas empiezan a moverse hacia el lugar más próximo al sonido. Los puntos, dispersos, de repente forman una marea negra, una sola masa que tiene un solo objetivo, se acercan al frente. El día ha sido caluroso, solo significa una cosa, lloverá. Caen las primeras gotas como proyectiles que penetran las cabezas, las mentes de todos. Empiezan a brotar desde esa masa (como plantas floreciendo), paraguas, se abren uno tras otro en un canon casi orquestado en conjunto con los instrumentos. En un instante, todo está cubierto de paraguas, hay que agacharse. La batería y el bajo empiezan a acelerar el ritmo. Se acerca el momento, hay que llegar pronto. Se forman entre la multitud carreteras llenas de paraguas, la mente no procesa las personas, los pies se dejan atraer a una velocidad inusual. Un ir y venir de diversos colores. Un caleidoscopio de texturas atraviesa el campo. Una voz grita enfurecida y sabemos lo que viene. El latir del corazón se vuelve cada vez más fuerte. La ulcera empieza a arder de emoción. El bombo marca el tiempo y se sincroniza con el pecho. El bajo recorre los vacíos de cada cuerpo y se posesiona anunciando el camino que viene. En el frente, las voces de todos son una sola, cada vez más fuerte, cada vez más enojada. Las rodillas empiezan a balancearse al unísono. La masa se compacta. Todos son uno. El bajo suena... una, dos notas y tres... Una secuencia repetitiva, que cada vez se vuelve más violenta. Los dedos del instrumentista golpean con furia el aparato. El parlante empieza a hacer notar el agotamiento que le produce el pulso que está recibiendo. De pronto en un segundo... hay silencio. El silencio es tan rápido, que los que están afuera ni lo notan. Todos en el frente lo saben, hay silencio. Los cuerpos, suspendidos en el aire. Las respiraciones contenidas. Se acerca y hay que hacerlo bien. Un segundo, un millón de años, un aleteo de colibrí, un paso de elefante. Todo se pausa en el aire. Al instante, otro segundo le sucede inmediatamente al anterior, pero este ya no tiene silencio, ahora, está la voz enfurecida, grita y entran en escena los bizarros acordes cargados de poder de una guitarra ronca y desgarrada por la furia. Todos saltan y un círculo empieza a ser dibujado con todos los cuerpos. Todos gritan y se libera el monstruo, la furia de los mil reclamos. Los cuerpos saltan, patalean como recién nacidos. Algunos lloran emocionados, no se dan cuenta que lloran, pero lo gozan. Algunos golpean con la furia de mil prohibiciones. Otros reciben el golpe y aguantan, como aguantan el peso de la existencia a diario. El corazón, de tan rápido que late, es un solo ir y venir, sucesiones infinitas de beats que se enmarañan con la velocidad del bajo y la batería golpeando como los pies de todos, la guitarra gritando al unísono con la voz de una masa homogénea que pide una cosa. La liberación. Los paisajes en los ojos de todos se desdibujan. Una mancha sucesiva de colores imprecisables recorre en una secuencia interminable. Nada más importa que gritar, que soltar, que patear, que aguantar, no hay nada más que sobrevivir hasta el último acorde. La lluvia entra por los pies rotos de tanto sobrevivir. El agua moja los cabellos que refresca y golpea. Los nervios, los pies empiezan a consumirse, los brazos palpitan, el pecho arde y la garganta se quema. La guitarra se calla y deja al bajo y batería guiando a todos a una salida llena de dolor, agotamiento y descanso. Una, dos notas y luego tres. Se detienen paulatinamente. Ahora solo está la batería con un beat en seco. Se calla y arroja a todos los cuerpos al suelo. La masa pierde su forma, se dispersa, vuelve a transformarse en puntos. Puntos tranquilos se alejan, sonríen, ya no gritan por dentro, el grito se quedó en el frente, se alejan. Los puntos se difuminan, como la sal en el agua de un vaso que se desborda. La lluvia cede y se acaba. Hasta el próximo concierto. Están, existen y se van...

PogoWhere stories live. Discover now