19 de septiembre, 2017.

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Martes 19 de septiembre. Estaba en clase de didáctica, mis compañeros estaban exponiendo mientras yo comía zanahorias de un tupper.

Todo fluía como un martes cualquiera hasta que la alerta sísmica empezó a sonar, todos se levantaron de sus asientos y comenzaron a correr hacia la salida.
En cambio yo, aún no reaccionaba a lo que estaba pasando hasta que vi a todos conglomerados en la puerta. En ese momento me levanté y caminé rápidamente. El suelo se movía terriblemente, me jaloneaba de lado a lado...
Salí al patio de mi universidad pero el sismo no terminaba, se sintió eterno.

Cuando por fin se detuvo hubo un rápido conteo entre los alumnos de cada carrera y se revisaron las aulas para corroborar que fuese seguro entrar a ellas para recoger nuestras mochilas y demás pertenencias porque obviamente las clases se habían suspendido.

Me fui a casa y poco a poco los desastres en la Ciudad salían por todos los medios; edificios y casas derrumbadas, calles agrietadas, personas con miedo y sin hogar...

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Días posteriores en mi facultad se hicieron diferentes grupos de ayuda: recolección de víveres, repartición, intervención con afectados del sismo, etcétera.

Mis amigas y yo decidimos integrarnos al de intervención, vaya que fuimos arriesgadas porque no llevábamos ni dos meses estudiando pedagogía pero ¿por qué no intentar ayudar?

Nos reunimos en un salón con el resto del grupo que se encargaría de la intervención con los afectados y como "líder" estaba un rostro familiar... Karina, la adjunta de mi profesora de teoría.

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