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La puerta del vestíbulo estaba abierta y, como la puerta del piso también estaba abierta, se podía ver el rellano de la escalera y el comienzo
de la misma, que conducían hacia abajo.
—Bueno— dijo Gregorio, y era completamente consciente de que era el único que había conservado la tranquilidad—, me vestiré inmediatamente, empaquetaré el muestrario y saldré de viaje. ¿Queréis dejarme marchar? Bueno, señor apoderado, ya ve usted que no soy
obstinado y me gusta trabajar, viajar es fatigoso, pero no podría vivir sin viajar. ¿Adónde va usted, señor apoderado? ¿Al almacén? ¿Sí? ¿Lo contará usted todo tal como es en realidad?
En un momento dado puede uno ser incapaz de trabajar, pero después llega el momento preciso de acordarse dé los servicios prestados y de pensar que después, una vez superado el obstáculo, uno trabajará con toda seguridad, con más celo y concentración. Yo le debo mucho al jefe, bien lo sabe usted. Por otra parte, tengo a mi cuidado a mis padres y a mi hermana. Estoy en un aprieto, pero saldré de él. Pero no me lo haga usted más difícil de lo que ya es. ¡Póngase de mi parte en el almacén! Ya sé que no se quiere bien al viajante. Se piensa que gana un montón de dinero y se da la gran vida. Es cierto que no hay una razón
especial para meditar a fondo sobre este prejuicio, pero usted, señor apoderado, usted tiene una visión de conjunto de las circunstancias mejor que la que tiene el resto del personal; sí, en confianza, incluso una visión de conjunto mejor que la del mismo jefe, que, en su condición de empresario, cambia fácilmente de opinión en perjuicio del empleado. También sabe usted muy bien que el viajante, que casi todo el año está fuera del almacén, puede convertirse fácilmente en víctima de murmuraciones, casualidades y quejas infundadas, contra las que le resulta absolutamente imposible defenderse, porque la mayoría de las veces no se entera de ellas y más tarde, cuando, agotado, ha terminado un viaje, siente sobre su propia carne, una vez en el hogar, las funestas consecuencias cuyas causas no puede comprender. Señor apoderado, no se marche usted sin haberme dicho una palabra que me demuestre que, al menos en una pequeña parte, me da usted la razón.
Pero el apoderado ya se había dado la vuelta a las primeras palabras de Gregorio, y por encima del hombro, que se movía convulsivamente, miraba hacia Gregorio poniendo los
labios en forma de morro, y mientras Gregorio hablaba no estuvo quieto ni un momento, sino que, sin perderle de vista, se iba deslizando hacia la puerta, pero muy lentamente, como si existiese una prohibición secreta de abandonar la habitación. Ya se encontraba en el vestíbulo y, a juzgar por el movimiento repentino con que sacó el pie por última vez del cuarto de estar, podría haberse creído que acababa de quemarse la suela. Ya en el vestíbulo, extendió la mano derecha lejos de sí y en dirección a la escalera, como si allí le esperase
realmente una salvación sobrenatural.
Gregorio comprendió que de ningún modo debía dejar marchar al apoderado en este estado de ánimo, si es que no quería ver extremadamente amenazado su trabajo en el almacén. Los padres no entendían todo esto demasiado bien: durante todos estos largos años habían llegado al convencimiento de que Gregorio estaba colocado en este almacén para el resto de su vida, y además, con las preocupaciones actuales, tenían tanto que hacer, que habían perdido toda previsión. Pero Gregorio poseía esa previsión. El apoderado tenía que ser retenido, tranquilizado, persuadido y, finalmente, atraído. ¡El futuro de Gregorio y de su familia dependía de ello! ¡Si hubiese estado aquí la hermana! Ella era lista; ya había llorado cuando Gregorio todavía estaba tranquilamente sobre su espalda, y seguro que el apoderado, ese aficionado a las mujeres, se hubiese dejado llevar por ella; ella habría cerrado la puerta del piso y en el vestíbulo le hubiese disuadido de su miedo. Pero lo cierto es que la hermana no estaba aquí y Gregorio tenía que actuar. Y sin pensar que no conocía todavía su actual capacidad de movimiento, y que sus palabras posiblemente, seguramente
incluso, no habían sido entendidas, abandonó la hoja de la puerta y se deslizó a través del hueco abierto. Pretendía dirigirse hacia el apoderado que, de una forma grotesca, se
agarraba ya con ambas manos a la barandilla del rellano; pero, buscando algo en que apoyarse, se cayó inmediatamente sobre sus múltiples patitas, dando un pequeño grito.
Apenas había sucedido esto, sintió por primera vez en esta mañana un bienestar físico: las patitas tenían suelo firme por debajo, obedecían a la perfección, como advirtió con alegría; incluso intentaban transportarle hacia donde él quería; y ya creía Gregorio que el alivio definitivo de todos sus males se encontraba a su alcance; pero en el mismo momento en que, balanceándose por el movimiento reprimido, no lejos de su madre, permanecía en el suelo justo enfrente de ella, ésta, que parecía completamente sumida en sus Propios pensamientos, dio un salto hacia arriba, con los brazos extendidos, con los dedos muy
separados entre sí, y exclamó:
—¡Socorro, por el amor de Dios, socorro!
Mantenía la cabeza inclinada, como si quisiera ver mejor a Gregorio, pero, en contradicción con ello, retrocedió atropelladamente; había olvidado que detrás de ella estaba la mesa puesta; cuando hubo llegado a ella, se sentó encima precipitadamente, como fuera de sí, y no pareció notar que, junto a ella, el café de la cafetera volcada caía a chorros sobre la alfombra.
—¡Madre, madre! — dijo Gregorio en voz baja, y miró hacia ella. Por un momento había olvidado completamente al apoderado; por el contrario, no pudo evitar, a la vista del café que se derramaba, abrir y cerrar varias veces sus mandíbulas al vacío.
Al verlo la madre gritó nuevamente, huyó de la mesa y cayó en los brazos del padre, que corría a su encuentro. Pero Gregorio no tenía ahora tiempo para sus padres. El apoderado se
encontraba ya en la escalera; con la barbilla sobre la barandilla miró de nuevo por última vez. Gregorio tomó impulso para. alcanzarle con la mayor seguridad posible. El apoderado
debió adivinar algo, porque saltó de una vez varios escalones y desapareció; pero lanzó aún
un «¡Uh!», que se oyó en toda la escalera. Lamentablemente esta huida del apoderado pareció desconcertar del todo al padre, que hasta ahora había estado relativamente sereno, pues en lugar de perseguir él mismo al apoderado o, al menos, no obstaculizar a Gregorio
en su persecución, agarró con la mano derecha el bastón del apoderado, que aquél había dejado sobre la silla junto con el sombrero y el gabán; tomó con la mano izquierda un gran periódico que había sobre la mesa y, dando patadas en el suelo, comenzó a hacer retroceder a Gregorio a su habitación blandiendo el bastón y el periódico. De nada sirvieron los ruegos de Gregorio, tampoco fueron entendidos, y por mucho que girase humildemente la cabeza, el padre pataleaba aún con más fuerza. Al otro lado, la madre había abierto de par en par una ventana, a pesar del tiempo frío, e inclinada hacia fuera se cubría el rostro con las manos.
Entre la calle y la escalera se estableció una fuerte corriente de aire, las cortinas de las ventanas volaban, se agitaban los periódicos de encima de la mesa, las hojas sueltas
revoloteaban por el suelo. El padre le acosaba implacablemente y daba silbidos como un loco. Pero Gregorio todavía no tenía mucha práctica en andar hacia atrás, andaba realmente muy despacio. Sí Gregorio se hubiese podido dar la vuelta, enseguida hubiese estado en su habitación, pero tenía miedo de impacientar al padre con su lentitud. al darse la vuelta, y a cada instante le amenazaba el golpe mortal del bastón en la espalda o la cabeza.
Finalmente, no le quedó a Gregorio otra solución, pues advirtió con angustia que andando hacia atrás ni siquiera era capaz de mantener la dirección, y así, mirando con temor
constantemente a su padre de reojo, comenzó a darse la vuelta con la mayor rapidez posible, pero, en realidad, con una gran lentitud. Quizá advirtió el padre su buena voluntad,
porque no sólo no le obstaculizó en su empeño, sino que, con la punta de su bastón, le dirigía de vez en cuando, desde lejos, en su movimiento giratorio. ¡Si no hubiese sido por
ese insoportable silbar del padre! Por su culpa Gregorio perdía la cabeza por completo. Ya casi se había dado la vuelta del todo cuando, siempre oyendo ese silbido, incluso se equivocó y retrocedió un poco en su vuelta. Pero cuando por fin, feliz, tenía ya la cabeza ante la puerta, resultó que su cuerpo era demasiado ancho para pasar por ella sin más.
Naturalmente, al padre, en su actual estado de ánimo, ni siquiera se le ocurrió ni por lo más remoto abrir la otra hoja de la puerta para ofrecer a Gregorio espacio suficiente. Su idea fija consistía solamente en que Gregorio tenía que entrar en su habitación lo más rápidamente
posible; tampoco hubiera permitido jamás los complicados preparativos que necesitaba Gregorio para incorporarse y, de este modo, atravesar la puerta. Es más, empujaba hacia adelante a Gregorio con mayor ruido aún, como si no existiese obstáculo alguno. Ya no sonaba tras de Gregorio como si fuese la voz de un solo padre; ahora ya no había que andarse con bromas, y Gregorio se empotró en la puerta, pasase lo que pasase. Uno de los costados se levantó, ahora estaba atravesado en el hueco de la puerta, su costado estaba herido por completo, en la puerta blanca quedaron marcadas unas manchas desagradables, pronto se quedó atascado y sólo no hubiera podido moverse, las patitas de un costado estaban colgadas en el aire, y temblaban, las del otro lado permanecían aplastadas dolorosamente contra el suelo.
Entonces el padre le dio por detrás un fuerte empujón que, en esta situación, le produjo un auténtico alivio, y Gregorio penetró profundamente en su habitación sangrando con
intensidad. La puerta fue cerrada con el bastón y a continuación se hizo, por fin, el silencio.
Hasta la caída de la tarde no se despertó Gregorio de su profundo sueño similar a una pérdida de conocimiento. Seguramente no se hubiese despertado mucho más tarde, aun sin ser molestado, porque se sentía suficientemente repuesto y descansado; sin embargo, le parecía como si le hubiesen despertado unos pasos fugaces y el ruido de la puerta que daba al vestíbulo al ser cerrada con cuidado. El resplandor de las farolas eléctricas de la calle se
reflejaba pálidamente aquí y allí en el techo de la habitación y en las partes altas de los muebles, pero abajo, donde se encontraba Gregorio, estaba oscuro. Tanteando todavía torpemente con sus antenas, que ahora aprendía a valorar, se deslizó lentamente hacia la puerta para ver lo que había ocurrido allí. Su costado izquierdo parecía una única y larga
cicatriz que le daba desagradables tirones y le obligaba realmente a cojear con sus dos filas de patas. Por cierto, que una de las patitas había resultado gravemente herida durante los incidentes de la mañana — casi parecía un milagro que sólo una hubiese resultado herida—, y se arrastraba sin vida.
Sólo cuando ya había llegado a la puerta advirtió lo que le había atraído hacia ella había
sido el olor a algo comestible, porque allí había una escudilla llena de leche dulce en la que
nadaban trocitos de pan. Estuvo a punto de llorar de alegría porque ahora tenía aún más
hambre que por la mañana, e inmediatamente introdujo la cabeza dentro de la leche casi
hasta por encima de los ojos. Pero pronto volvió a sacarla con desilusión, no sólo comer le
resultaba difícil debido a su delicado costado izquierdo — sólo podía comer si todo su
cuerpo cooperaba jadeando—, sino que, además, la leche, que siempre había sido su bebida
favorita, y que seguramente por eso se la había traído la hermana, ya no le gustaba, es más,
se retiró casi con repugnancia de la escudilla y retrocedió a rastras hacia el centro de la
habitación.
En el cuarto de estar, por lo que veía Gregorio a través de la rendija de la puerta, estaba
encendido el gas, pero mientras que, como era habitual a estas horas de¡ día, el padre solía
leer en voz alta a la madre, y a veces también a la hermana, el periódico vespertino, ahora
no se oía ruido alguno. Bueno, quizá esta costumbre de leer en voz alta, tal como le contaba
y le escribía siempre su hermana, se había perdido del todo en los últimos tiempos. Pero
todo a su alrededor permanecía en silencio, a pesar de que, sin duda, el piso no estaba
vacío. «¡Qué vida tan apacible lleva la familia!», se dijo Gregorio, y, mientras miraba
fijamente la oscuridad que reinaba ante él, se sintió muy orgulloso de haber podido
proporcionar a sus padres y a su hermana la vida que llevaban en una vivienda tan hermosa.
Pero ¿qué ocurriría si toda la tranquilidad, todo el bienestar, toda la satisfacción, llegase
ahora a un terrible final? Para no perderse en tales pensamientos, prefirió Gregorio ponerse
en movimiento y arrastrarse de acá para allá por la habitación.
En una ocasión, durante el largo anochecer, se abrió una pequeña rendija una vez en una
puerta lateral y otra vez en la otra, y ambas se volvieron a cerrar rápidamente;
probablemente alguien tenía necesidad de entrar, pero, al mismo tiempo, sentía demasiada
vacilación. Entonces Gregorio se paró justamente delante de la puerta del cuarto de estar,
decidido a hacer entrar de alguna manera al indeciso visitante, o al menos para saber de
quién se trataba; pero la puerta ya no se abrió más y Gregorio esperó en vano. Por la
mañana temprano, cuando todas las puertas estaban bajo llave, todos querían entrar en su
habitación, ahora que había abierto una puerta, y las demás habían sido abiertas sin duda
durante e día, no venía nadie y, además, ahora las llaves estaban metidas en las cerraduras
desde fuera.
Muy tarde, ya de noche, se apagó la luz en el cuarto de estar y entonces fue fácil comprobar
que los padres y la hermana habían permanecido despiertos todo ese tiempo, porque tal y
como se podía oír perfectamente, se retiraban de puntillas los tres juntos en este momento.
Así pues, seguramente hasta la mañana siguiente no entraría nadie más en la habitación de
Gregorio; disponía de mucho tiempo para pensar, sin que nadie le molestase, sobre cómo
debía organizar de nuevo su vida. Pero la habitación de techos altos y que daba la
impresión de estar vacía, en la cual estaba obligado a permanecer tumbado en el suelo, le
asustaba sin que pudiera descubrir cuál era la causa, puesto que era la habitación que
ocupaba desde hacía cinco años, y con un giro medio inconsciente y no sin una cierta
vergüenza, se apresuró a meterse bajo el canapé, en donde, a pesar de que su caparazón era
algo estrujado y a pesar de que ya no podía levantar la cabeza, se sintió pronto muy cómodo y solamente lamentó que su cuerpo fuese demasiado ancho para poder desaparecer por
completo debajo del canapé.
Allí permaneció durante toda la noche, que pasó, en parte, inmerso en un semisueno, del
que una y otra vez le despertaba el hambre con un sobresalto, y, en parte, entre
preocupaciones y confusas esperanzas, que le llevaban a la consecuencia de que, de
momento, debía comportarse con calma y, con la ayuda de una gran paciencia y de una
gran consideración por parte de la familia, tendría que hacer soportables las molestias que
Gregorio, en su estado actual, no podía evitar producirles.
Ya muy de mañana, era todavía casi de noche, tuvo Gregorio la oportunidad de poner a
prueba las decisiones que acababa de tomar, porque la hermana, casi vestida del todo, abrió
la puerta desde el vestíbulo y miró con expectación hacia dentro. No le encontró enseguida,
pero cuando le descubrió debajo del canapé —¡Dios mío, tenía que estar en alguna parte,
no podía haber volado! — se asustó tanto que, sin poder dominarse, volvió a cerrar la
puerta desde fuera. Pero como si se arrepintiese de su comportamiento, inmediatamente la
abrió de nuevo y entró de puntillas, como si se tratase de un enfermo grave o de un extraño.
Gregorio había adelantado la cabeza casi hasta el borde del canapé y la observaba. ¿Se
daría cuenta de que se había dejado la leche, y no por falta de hambre, y le traería otra
comida más adecuada? Si no caía en la cuenta por sí misma, Gregorio preferiría morir de
hambre antes que llamarle la atención sobre esto, a pesar de que sentía unos enormes
deseos de salir de debajo del canapé, arrojarse a los pies de la hermana y rogarle que le
trajese algo bueno de comer. Pero la hermana reparó con sorpresa en la escudilla llena, a
cuyo alrededor se había vertido un poco de leche, y la levantó del suelo, cierto que no lo
hizo directamente con las manos, sino con un trapo, y se la llevó. Gregorio tenía mucha
curiosidad por saber lo que le traería en su lugar, e hizo al respecto las más diversas
conjeturas. Pero nunca hubiese podido adivinar lo que la bondad de la hermana iba
realmente a hacer. Para poner a prueba su gusto, le trajo muchas cosas donde elegir, todas
ellas extendidas sobre un viejo periódico. Había verduras pasadas medio podridas, huesos
de la cena, rodeados de una salsa blanca que se había ya endurecido, algunas uvas pasas y
almendras, un queso que, hacía dos días, Gregorio había calificado de incomible, un trozo
de pan, otro trozo de pan untado con mantequilla y otro trozo de pan untado con
mantequilla y sal. Además añadió a todo esto la escudilla, que, a partir de ahora,
probablemente estaba destinada a Gregorio, en la cual había echado agua. Y por delicadeza,
como sabía que Gregorio nunca comería delante de ella, se retiró rápidamente e incluso
echó la llave, para que Gregorio se diese cuenta de que podía ponerse todo lo cómodo que
desease. Las patitas de Gregorio zumbaban cuando se acercaba el momento de comer. Por
cierto, que sus heridas ya debían estar curadas del todo, ya no notaba molestia alguna, se
asombró y pensó en cómo, hacía más de un mes, se había cortado un poco un dedo y esa
herida, todavía anteayer, le dolía bastante. ¿Tendré ahora menos sensibilidad?, pensó, y ya
chupaba con voracidad el queso, que fue lo que más fuertemente y de inmediato le atrajo de
todo. Sucesivamente, a toda velocidad, y con los ojos llenos de lágrimas de alegría, devoró
el queso, las verduras y la salsa; los alimentos frescos, por el contrario, no le gustaban, ni
-siquiera podía soportar su olor, e incluso alejó un poco las cosas que quería comer. Ya
hacía tiempo que había terminado y permanecía tumbado perezosamente en el mismo sitio,
cuando la hermana, como señal de que debía retirarse, giró lentamente la llave. Esto le
asustó, a pesar de que ya dormitaba, y se apresuró a esconderse bajo el canapé, pero le costó una gran fuerza de voluntad permanecer debajo del canapé aun el breve tiempo en el
que la hermana estuvo en la habitación, porque, a causa de la abundante comida, el vientre
se había redondeado un poco y apenas podía respirar en el reducido espacio.

La metamorfosis - Franz KafkaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora