El Mercenario

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El sol había caído, y no había hombre, mujer o niño en toda la extensión de Dagonfall que no hubiese oído la noticia de la muerte del Rey Daror, de la casa Novortan.

El mensaje era claro: Tillas, la Capital del país, la ciudad más segura de todo el mundo civilizado, finalmente había caído tras el asedio rebelde, y junto a la ciudad, la familia real también había perecido, asesinados en el medio de la plaza central para que todos lo vieran.

Dagonfall se encontraba en llamas, Los Cinco Reinos yacían ahora sin un líder, y la inminente lucha por el poder ya se podía percibir en el aire, desde los fríos bosques del Sur, hasta los secos y áridos desiertos y montañas del Norte. Pronto, las batallas se estarían librando en los campos, en las ciudades, y en el mar, y nadie quedaría exento de los horrores de la guerra.

Pero al Mercenario esto lo traía sin cuidado. Él había aceptado un trabajo, lo había cumplido, y ahora era el momento de recibir su paga y buscar un nuevo trabajo. La vida o muerte de los jerarcas le era indiferente en absoluto, más allá de algún futuro dolor de cabeza que los diferentes ejércitos le podían generar para pasar de un reinado al otro en tiempos de guerra.

A pesar de que la oscuridad de la noche era implacable, él cabalgaba lentamente por el desolado y solitario camino, iluminado por la luz de la luna llena, y con una bolsa ensangrentada colgada del lado izquierdo de su montura. El hedor llegaba a su nariz desde las pútridas aguas de los pantanos alrededor del camino, y los pocos árboles que había en el lugar, secos y muertos, o demasiado bajos como para frenar el viento, hacían que su cabalgata fuera extenuante, pero no pensaba parar hasta llegar a Cedro Blanco, el pequeño pueblo donde había conseguido el contrato para acabar con un grupo de ghoules que habían invadido una ciénaga cercana debido a la gran cantidad de cadáveres animales que podían encontrarse en el lugar.

Aquellos malditos necrófagos no habían costado mucho trabajo al Mercenario, eran una presa fácil, aún en números grandes, pero una vez que acabó con el "líder" de la manada, y destruyó su guarida, podía asegurar que el problema estaba solucionado para siempre (o por lo menos hasta que otro grupo de desesperados animales volvieran a perecer luego de beber el agua infectada de los pantanos y murieran, atrayendo nuevamente a las pocas bestias que habían logrado escapar).

A lo lejos, El Mercenario comenzó a divisar los primeros indicios de Cedro Blanco. A pesar de ser un pueblo pequeño, contaba con un imponente templo, donde los campesinos se reunían a rezar a los Dioses Antiguos para que sus cosechas dieran resultados, para que los mantuvieran libres de enfermedades, y para que sus descendientes pudieran vivir lejos de los pantanos que dominaban el Reino de Mudelaria.

Ni bien sus ojos marrones se posaron sobre el templo, los inconfundibles aromas del humo y la putrefacción llegaron a sus oídos, y El Mercenario supo que algo andaba mal, terriblemente mal.

El jinete se inclinó hacia adelante y dio un golpe cuidadoso, pero lo suficientemente firme para que Sombra, tal era el nombre del animal, empezara a correr por el camino, haciendo resonar sus poderosas pisadas, acompañadas del rítmico sonido que producía el equipo que El Mercenario llevaba cargado en las pesadas alforjas.

Mientras más se acercaba, más poderoso se hacía el hedor proveniente de Cedro Blanco. A los olores identificados anteriormente se sumó otro que era tristemente familiar para para El Mercenario, el olor metálico de la sangre.

En cuestión de minutos, Sombra cortó la distancia que los separaba del humilde poblado, solo para encontrarse inmediatamente con un paisaje desolador. Las pocas calles de Cedro Blanco estaban regadas de cadáveres, las paredes de los hogares cubiertas de sangre, y el templo claramente dañado por un fuego que ya se había apagado hacía algunas horas, al menos.

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⏰ Last updated: Dec 17, 2019 ⏰

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