El Babilonia

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Así que esto es lo que siente un condenado a muerte... Es una irónica confusión entre pavor y tranquilidad. Tan absurdo...

He sido minuciosamente informado del método por el que van a ejecutarme. He firmado mi conformidad, mi voluntariedad, sin que ello me apacigüe las angustias, frene el torbellino de mi mente o devuelva saliva a mi boca seca. Por eso he pedido poder escribirte este mensaje, en la antesala de mi desaparición. Porque ahora, que asumo que para mí está todo perdido y que la lucha hasta aquí ha llegado, puedo hablarte en paz. Como habrás adivinado, ya he embarcado. Perdóname.

Te dedico estas palabras desde el camarote número 11.235.813.213 del Babilonia. Es estrecho, pero tengo donde tumbarme. Creo escuchar, a través de las paredes insonorizadas, los llantos y los gritos de mis compañeros cuando nos quedan veinticuatro horas para zarpar. ¿Sabes que nos han puesto música de Verdi, intentando calmar a algunos? Amablemente crueles hasta el final...

Seguro que me estás buscando, pero no debes arriesgar tu validez por mi continuidad. No te señales, porque la purga que empieza no tiene un fin marcado y te queda mucho que pelear.

De niño no era consciente de lo que querían decir mis padres... pero recibía esas palabras igualmente, sin pasarlas por el filtro de la comprensión. El dogma incuestionado, y prostituido por uso y abuso, de que el planeta se moría. Lo que querían decir todos esos adultos era que lo habíamos matado, pero la certeza les aterraba y siempre alejaban la fecha de claudicación, como si no estuviesen de lleno en ella. El planeta agonizaba, sin que yo tuviese ni la más remota idea de qué significaba para mí. Las plagas, las extinciones, las inundaciones, las desertificaciones... Nacimos cuando eran lo común, pero nunca fueron lo natural. ¿Sabes cuándo lo entendí? Cuando mi madre, inválida por la deshidratación, tomó mis manos en su lecho de muerte y me pidió perdón, perdón, perdón... Perdóname, que he sido ambiciosa y caprichosa, queriendo para mí la felicidad de un hijo como tú. Perdóname, hijo mío, por saciar mi antojo a expensas de tu agonía. Me has hecho feliz, aunque pocas veces te lo haya parecido, y siempre he sabido que no iba a poder compensártelo. Me pregunto si se imaginaba siquiera que acabaría mis días en la nave más inmensa que el hombre jamás ha creado, vagando por el espacio, a la espera de que las provisiones o el combustible se agoten y que tres cuartos de la especie humana perezcan en medio de la nada. A los que no quieren esperar, les proporcionan somníferos mezclados con veneno. No sé si optaré por ello... Quizás espere un poco, a ver si pasan de Verdi a Bowie y se me hace más llevadero.

Perdona que bromee, pero ¿qué otra cosa me queda? Apenas la certeza de que te harán llegar estas palabras.

No es justo, ni propio de sociedades civilizadas, pero siempre ha habido clases. No importa qué periodo histórico observes, o qué culturas, porque como mamíferos nunca renunciamos del todo a la ley de la selva, a aceptar que el pez grande se come al pequeño. Ni siquiera las luces de la razón nos arrancaron esa falta de piedad completamente. Impresiona observar cómo esos instintos acabaron volviéndose prioridad, aunque el tablero en el que jugábamos se disolvía por la codicia de los animales más fuertes. Cómo pudimos ser tan imbéciles... Por favor, no te sientas culpable por tener mejor suerte que yo, ni por haber nacido en una familia más poderosa que la mía. No importa quién eres, sino cómo eres, y las personas como tú son como caballos de Troya que los nacidos en la miseria necesitamos creer que existen.

¿Te acuerdas del día en el que nos vimos por primera vez? Estabas preciosa. ¡Y cómo me miraste! Los ojos más bonitos que ha presumido la humanidad... Te lo he dicho decenas de veces, muchas por escrito, pero nunca está de sobra volver a decirte que eres la persona a la que más he amado durante los breves años de mi existencia. Ha sido una delicia disfrutar de tu conversación, de tu sensibilidad, de tu talento, de todas las veces que has sido valiente, haciéndome sentir que me amabas. Arriesgabas mucho con esa clandestinidad. Espero que nunca te arrepientas. Si las circunstancias fuesen otras, si hubiésemos coincidido en otra época, con deberes y ataduras distintas, mis ganas de hacerte feliz serían las mismas.

Suena una voz artificial en mi recámara. Me pregunta si tengo hambre, pero aún no sé cuándo seré capaz de sentir apetito. Le pido agua, suponiendo que no serán tan generosos. Envían un gran vaso de bambú lleno de agua hasta los topes. Está limpia como el cristal más puro. Limpia como nunca antes la había tomado. Tanto, que al tragar, casi siento que me abrasa la garganta. Otra prueba más de que, efectivamente, quieren hacernos dignos de nuestro sacrificio. La realidad vuelve a dejarse caer sobre mí.

Te confieso que me echo a llorar...

Tengo que terminar la comunicación, porque van a lanzar la nave.

Siento miedo y una inmensa desesperanza. Tengo miedo de morir. Y me siento solo, entre billones de personas, porque nunca había estado tan innegablemente solo. Pero nosotros lo hicimos primero, nosotros abandonamos la razón, la valentía de mirar a los problemas a los ojos... No podemos llamar a la puerta de un planeta al que hemos golpeado hasta el mismo borde de la muerte. Qué duda cabe de que su opción más sabia es dejarnos a la intemperie.

Siempre supe que este día llegaría. Todo lo auguraba desde que mis abuelos nacieron. El tablero fagocitará las piezas si hace falta, pero siempre ganará la partida.

Voy a brindar con agua, aunque los incautos crean más valioso el champán, por que este mundo sane y prospere, por que la humanidad no insista en sus errores, y por que fleten cuanto antes esta monstruosidad.

¡Salud!

El BabiloniaWhere stories live. Discover now