4. LA UNIÓN DESMANTELADA

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Un fantasma sobrevuela el planeta: el fantasma de la xenofobia. Las sospechas y
animosidades tribales antiguas y modernas —que nunca se extinguieron por completo y han sido recientemente sacadas del congelador y puestas a recalentar— se han mezclado y combinado con la flamante sensación de inseguridad que se destila de la incertidumbre y desprotección de nuestra moderna existencia líquida.
Los individuos, consumidos y exhaustos por la seguidilla de interminables y nunca concluyentes exámenes de aptitud, y aterrorizados hasta el tuétano por la misteriosa e inexplicable precariedad de su suerte y la niebla global que se cierne sobre su futuro, buscan desesperadamente a quién culpar de sus padecimientos y tribulaciones. No es extraño entonces que los encuentren bajo la luz del farol más cercano, en el sitio exacto que tan diligentemente han iluminado para nosotros las fuerzas de la ley y el orden: «Los causantes de la inseguridad son los criminales, y los causantes del crimen son los
extraños»; por lo tanto, «rodeando, encarcelando y deportando a los extraños
recuperaremos nuestra perdida o robada seguridad».
Donald G. McNeil Jr. dio a este resumen de los cambios más recientes del espectro político europeo el título «Los políticos le siguen el juego al temor por la inseguridad». De hecho, en todos los países regidos por gobiernos democráticos la frase «mano dura con el crimen» ha resultado ser una carta de triunfo sobre cualquier otra, pero la mano ganadora suele ser invariablemente la combinación de una promesa de «más cárceles, más policías, condenas más largas» con un juramento de «no a la inmigración, no al derecho de asilo, no a la naturalización». Como señala McNeil, «Los políticos de toda Europa hacen uso del estereotipo de que ‘los causantes del crimen son los extranjeros’ para conectar el odio étnico, en la actualidad indigerible, con el temor en boga por la propia seguridad».
Cuando estaba todavía en sus preliminares, el duelo entre Chirac y Jospin por la presidencia de Francia en 2002 degeneró en una subasta pública en la cual ambos competidores trataban de obtener el favor del electorado ofreciendo cada uno aplicar medidas más duras contra criminales e inmigrantes, pero sobre todo contra los inmigrantes que engendran el crimen y la criminalidad engendrada por los inmigrantes.

En primer lugar, sin embargo, hicieron todo lo que pudieron para cambiar el foco de ansiedad de los electores, que emanaba de la sensación de precarité reinante (la exasperante inseguridad de la propia posición social entremezclada con la incertidumbre aguda acerca del futuro de los medios de subsistencia), y transformar esa ansiedad en temor por la seguridad personal (integridad física, de los bienes y posesiones personales,
hogar y vecindario). El 14 de julio de 2001, Chirac puso en marcha esa maquinaria infernal al anunciar la necesidad de combatir «esa creciente amenaza para la seguridad, esa marea
en ascenso», en vista del aumento de casi un 10% en los índices de criminalidad durante el primer semestre del año (cifra también anunciada en dicha ocasión), y declarando que la política de «tolerancia cero» sería ley ni bien él fuese reelecto. El tono de la campaña presidencial quedaba de esa manera marcado, y Jospin no tardó en sumarse, elaborando sus propias variaciones sobre el mismo tema (sin embargo, e inesperadamente para los
candidatos principales aunque no para los observadores con pericia sociológica, la voz de Le Pen sobresalía más pura y audible por encima de todas las demás).
El 28 de agosto Jospin le declaró «la guerra a la inseguridad» prometiendo «inflexibilidad», mientras que el 6 de septiembre Daniel Vaillant y Marylise Lebranchu, ministros del Interior y de Justicia respectivamente, juraron que no tendrían la menor tolerancia hacia ninguna forma de delincuencia. La reacción inmediata de Vaillant frente a
los sucesos del 11 de septiembre en los Estados Unidos fue aumentar las atribuciones de la policía, principalmente con respecto a los jóvenes y menores de edad provenientes de la banlieue «étnicamente extranjera», esas vastas zonas urbanas periféricas de las grandes ciudades que, de acuerdo con la muy conveniente versión oficial, eran caldo de cultivo de la diabólica conjunción de incertidumbre e inseguridad que envenenaba la vida de los
franceses. Jospin mismo se abocó a fustigar y vilipendiar con virulencia creciente a la «escuela angélica» partidaria de la mano blanda, perjurando que jamás había sido parte de
ella en el pasado y que jamás lo sería en el futuro. La subasta no se detenía y las apuestas seguían subiendo. Chirac prometió entonces crear un Ministerio de Seguridad Interior, a lo que Jospin respondió con el compromiso de un ministerio «encargado de la seguridad
pública» y la «coordinación de las operaciones policiales». Cuando Chirac esgrimió la idea de crear centros de confinamiento para delincuentes menores de edad, Jospin se hizo eco de esa promesa ofreciendo su opción de «instalaciones de encierro» para delincuentes juveniles, superando a su rival al proponer que estos fueran «condenados en el acto».
Apenas tres décadas atrás, Portugal era (junto con Turquía) el principal proveedor de los «trabajadores-huéspedes», a los que el Bürger alemán miraba con temor ante la perspectiva de que pudieran arruinar el acogedor paisaje urbano y socavar el pacto social, base de su seguridad y su confort. En la actualidad, gracias a la abrupta y creciente prosperidad, Portugal ha pasado de ser un país exportador de mano de obra a ser un importador de trabajo. Los sinsabores y humillaciones sufridos cuando el pan debía ganarse en el extranjero han sido rápidamente olvidados: el 27% de los portugueses declara que su principal preocupación son los vecindarios infestados de crimen-y-extranjeros, y el recién llegado político Paulo Portas, jugando la sola carta de la antiinmigración feroz, colaboró con la llegada al poder de la nueva coalición derechista (tal y como ocurriera con el Partido del Pueblo Danés de Pia Kiersgaard en Dinamarca, la Liga del Norte de Humberto Bossi en Italia y con el radicalmente antiinmigracionista Partido del Progreso en Noruega: todos países que no mucho tiempo atrás enviaban a sus hijos a tierras lejanas en busca del pan que sus paupérrimos hogares no podían darles).
Las noticias como estas llegan fácilmente a los titulares de los periódicos (por ejemplo: «Enérgicas medidas del Reino Unido contra el asilo», aparecido en The Guardian el 13 de junio de 2002, por no mencionar los grandes titulares de la prensa sensacionalista…). Sin
embargo, Europa occidental permanece ajena (y de hecho desconoce) la esencia principal de esa fobia contra los inmigrantes, ya que nunca sale a la luz. «Culpar a los inmigrantes» —los extranjeros, los recién llegados, en especial los extranjeros recién llegados— del malestar social en todos sus aspectos (y en primer lugar de la nauseabunda y paralizante sensación de Unsicherheit, incertezza, precarité, insecurity, inseguridad) se va transformando poco a poco en un hábito global. Como lo señala Heather Grabbe, directora de investigaciones del Centro para la Reforma Europea, «los alemanes culpan a los polacos, los polacos culpan a los ucranianos, los ucranianos culpan a los kirguices y a los uzbekos», mientras que los países demasiado pobres para atraer a vecinos desesperados en busca de mejores condiciones de vida, como Rumania, Bulgaria, Hungría y Eslovaquia, dirigen su cólera contra los sospechosos de siempre y los culpables de emergencia: los gitanos, que son nativos pero errantes, que se rehúsan a tener un domicilio fijo y, por lo tanto, son siempre y en todas partes «recién llegados» y extranjeros.
Hay que reconocer que en lo que se refiere a tendencias globales, los Estados Unidos llevan siempre la delantera indisputable y la mayoría de las veces también la iniciativa.
Pero sumarse a la paliza global contra los inmigrantes representa para ellos un problema bastante difícil de resolver. Los Estados Unidos se han jactado siempre de ser un país de inmigrantes: la inmigración es una constante de la historia estadounidense y ha sido su noble pasatiempo, su misión, la heroica proeza de los más osados, de los más valientes y de los más aventurados. Por lo tanto, denigrar a los inmigrantes y alentar suspicacias sobre su
noble vocación va en contra del germen mismo de su identidad nacional y representa quizás un golpe mortal al Sueño Americano, su indiscutible cimiento y piedra fundacional.
Pero se esfuerzan, ensayo y error de por medio, por lograr la cuadratura del círculo…
El 10 de junio de 2002, oficiales de alto rango de los Estados Unidos (Robert Mueller, director del FBI, el subfiscal general de la nación Larry Thompson, y el subsecretario de defensa Paul Wolfowitz, entre otros) anunciaron el arresto de un sospechoso de pertenecer
a la red terrorista Al-Qaeda a su regreso a Chicago de un viaje de entrenamiento en Pakistán. Como lo señalaba la versión oficial sobre el asunto, un ciudadano
estadounidense, nacido y criado en los Estados Unidos, de nombre José Padilla (nombre que sugiere raíces hispánicas y, por lo tanto, lo vincula con los últimos y más precariamente establecidos de la larga lista de filiaciones étnicas inmigratorias de ese país), se había convertido al islamismo, tomando el nombre de Abdullah al-Mujahir, y rápidamente había acudido a sus nuevos hermanos musulmanes en busca del conocimiento necesario para perjudicar a su antigua nación. Fue instruido en las crudas artes del armado de «bombas sucias», «pavorosamente fáciles de armar» a partir de unos pocos gramos de explosivos convencionales fáciles de conseguir así como de «prácticamente cualquier tipo de material radioactivo» que los futuros terroristas «pudieran obtener» (no quedaba claro por qué el ensamblaje de armas «pavorosamente fáciles de armar» exigía un entrenamiento tan sofisticado, pero cuando se trata de sembrar la semilla del miedo para cosechar las uvas de
la ira, la lógica está fuera de lugar). Nichols, Hall y Eisler, periodistas del USA Todayanunciaban que «un nuevo término ha ingresado en el vocabulario del estadounidense medio: bomba sucia».
El asunto resultó ser un golpe maestro: la trampa del sueño americano había sido hábilmente sorteada, ya que José Padilla se había convertido en extraño y extranjero por propia voluntad y haciendo uso de su propia libertad de elección estadounidense. Y el
terrorismo era presentado a todo color como un fenómeno de origen extranjero y a la vez ubicuo dentro del país, acechando a la vuelta de cada esquina y esparciéndose de vecindario en vecindario —como en las épocas que se decía «¡Ahí vienen los rojos!», para señalar a los comunistas—, impecable metáfora y plausible válvula de escape de los temores y ansiedades igualmente ubicuos de la precariedad de la vida moderna.
Sin embargo, este recurso en particular demostró ser un error. Cuando fue considerado por otras dependencias de la administración federal, las ventajas del caso resultaron ser más bien un lastre. Una «bomba sucia» «pavorosamente fácil de armar» dejaría al descubierto el absurdo de un «escudo antimisiles» multimillonario. La condición de
ciudadano estadounidense de al-Mujahir abriría un enorme signo de interrogación sobre los planes de una cruzada anti Irak y sus azarosas secuelas. Lo que para algunas dependencias del gobierno federal era un remedio, para otras era un veneno letal, y estas últimas parecen haberse impuesto, ya que el asunto, en un principio tan prometedor, fue
veloz y diligentemente borrado del mapa. Pero no por falta de celo por parte de sus
mentores…
Desde sus comienzos, la modernidad produjo y siguió produciendo enormes cantidades de sobrantes humanos.
La producción de sobrantes humanos fue particularmente copiosa en dos ramas de la industria moderna (que siguen todavía funcionando y con plena capacidad operativa).
La función manifiesta de la primera de esas ramas fue la producción y reproducción del orden social. Todo modelo de orden es selectivo y exige el recorte, la poda, la segregación,
la separación o la extirpación de aquellas partes de la materia prima humana que demuestren ser ineptas para ese orden, es decir, que sean incapaces o no se les permita encajar en ninguno de sus nichos. Esas partes emergen como «sobras» al final de la cadena
de producción del orden social, en cuanto se diferencian de los productos deseables y «útiles».
La segunda rama de la industria moderna que ha arrojado continuamente enormes volúmenes de sobrante humano ha sido el progreso económico, que en un determinado momento exige la invalidación, el desmantelamiento y la eventual aniquilación de ciertos modos de vida y de subsistencia del ser humano, ya que no pueden ni podrían alcanzar los crecientes estándares de productividad y rentabilidad. Por regla general, los practicantes de esas formas de vida tan devaluadas no pueden ser reubicados en masse en las instalaciones de la nueva actividad económica, más estrechas y racionales, y se les niega el acceso a dichos medios de subsistencia, ahora legítimos y obligatorios, mientras que los
medios ortodoxos, devaluados, ya no ofrecen una alternativa de supervivencia. Son, por lo tanto, las sobras del progreso económico.
Durante la mayor parte de la historia moderna, sin embargo, las consecuencias potencialmente desastrosas de la acumulación de sobrantes humanos fueron desactivadas, neutralizadas o al menos mitigadas gracias a otra invención moderna: la industria de eliminación de desechos. Esa industria prosperó gracias a que grandes sectores del planeta
fueron transformados en basurales adonde esos «excedentes de la humanidad» —los sobrantes humanos resultantes de la modernización— pudieran ser transportados,
ubicados y descontaminados, conjurando así los peligros de combustión espontánea y explosión.
En la actualidad, esos espacios de desecho se están agotando, en gran medida gracias al éxito espectacular —la expansión planetaria— del modo de vida moderno (desde los tiempos de Rosa Luxemburgo, al menos, se sospecha que la modernidad entraña una tendencia suicida terminal del tipo «serpiente que se muerde la cola»). Los basurales son cada vez más escasos. Mientras la producción de sobrantes humanos bate todos los récords (con volúmenes cada vez mayores debido al proceso de globalización), la situación de la industria de eliminación de desechos es desesperante. El abordaje del tema de los
sobrantes humanos tradicional de la modernidad ya no es viable, y todavía no han sido inventados ni puestos en funcionamiento otros más novedosos. A lo largo de las líneas de producción defectuosas del desorden mundial se apilan los sobrantes humanos, y empiezan a multiplicarse los síntomas de una tendencia a la conflagración y las señales de una explosión inminente.
La crisis de la industria de eliminación de sobrantes humanos subyace tras la confusión actual, que quedó expuesta por la desesperada y en gran medida
irracional y sobreactuada crisis de gobierno desatada por los sucesos del 11 de septiembre de 2001.
Hace más de dos siglos, en 1784, Kant observó que el planeta que habitamos es esférico, y consideró con detenimiento las consecuencias de ese hecho banal: como todos estamos y nos movemos sobre la superficie de esa esfera, señaló Kant, no tenemos otro lugar donde ir y estamos por lo tanto obligados a vivir para siempre en proximidad y compañía de otros.
Mantener distancia entre uno y los otros, y más aún ampliarla, es a la larga imposible: al movernos alrededor de una superficie esférica terminaríamos por acortar la distancia que en un principio pretendíamos agrandar. Y por lo tanto, die volkommene bürgerliche Vereinigung in der Menschengattung (la unificación perfecta de la especie humana en una ciudadanía común) es el destino que la naturaleza eligió para nosotros al ponernos sobre la superficie de un planeta esférico. La unidad de la raza humana es el horizonte absoluto de nuestra historia universal, un horizonte que nosotros, seres humanos movidos y guiados por la razón y el instinto de supervivencia, estamos obligados a perseguir y, en la plenitud
de los tiempos, alcanzar. Tarde o temprano, advierte Kant, no habrá ni un rincón de espacio libre para aquellos de nosotros que se encuentren con que los lugares ya ocupados están demasiado colmados para brindar confort, son demasiado hostiles, incómodos, o por alguna otra razón poco acogedores para buscar en ellos refugio y abrigo. Y esa es la manera como la naturaleza nos ordena aceptar la hospitalidad (recíproca) como precepto supremo, precepto que debemos —y llegado el caso deberemos— abrazar y obedecer como modo de dar fin a la larga cadena de ensayos y errores, a las catástrofes causadas por los errores y a la devastación que las catástrofes van dejando a su paso.
Los lectores de Kant podían aprender todas estas cosas en sus libros hace doscientos años. El mundo, sin embargo, ni se enteró. Parece que el mundo prefiere honrar a sus filósofos con placas conmemorativas en vez de prestar atención a sus enseñanzas y seguir sus consejos. Es posible que los filósofos hayan sido los héroes protagonistas del drama lírico de la Ilustración, pero la tragedia posterior a la Ilustración desdeñó olímpicamente
las líneas de diálogo que ellos nos legaron.
Muy ocupado concertando el matrimonio de la nación con el Estado, del Estado con la soberanía, y de la soberanía con territorios de fronteras prolijamente selladas y fuertemente custodiadas, el mundo parece haber ido tras un horizonte muy diferente del
que Kant dibujara. Durante doscientos años el mundo ha estado ocupado en hacer del control de los movimientos humanos la única prerrogativa de los poderes del Estado, se ha
ocupado también de erigir barreras contra todos los movimientos no controlados y de administrar esas barreras con ojos atentos y guardias fuertemente armados. Los
pasaportes, las visas de entrada y salida, las aduanas y los controles migratorios son los inventos fundamentales del moderno arte de gobernar.
El advenimiento del Estado moderno coincidió con la emergencia de los «apátridas», los sans papiers, y de la idea de unwertes Leben, reencarnación actual de una antigua institución, el homo sacer, encarnación absoluta del derecho soberano de eximir y excluir a
todo ser humano que haya sido arrojado más allá de los límites de la ley humana y divina, y transformarlo en un ser al que las leyes no protegen y cuya destrucción, despojada de todo significado ético o religioso, está exenta de castigo alguno.
La sanción definitiva del poder soberano moderno resultó ser el derecho a eximirnos de la humanidad.
Pocos años después de que Kant escribiera sus conclusiones y las enviara a imprenta, fue publicado otro documento, más breve aún, que habría de tener mucho más peso en la historia de los dos siglos siguientes y en las mentes de sus protagonistas que el librito de Kant. Se trataba de la Déclaration des droits de l’homme et du citoyen, acerca de la cual Agamben señalaría, con la ventaja de perspectiva que confiere la distancia de los siglos, que no deja en claro si «los dos términos [hombre y ciudadano] nombraban dos realidades diferentes» o si, por el contrario, se había considerado que siempre el primer término «ya
estaba contenido en el segundo».
Esa falta de claridad, así como sus pavorosas consecuencias, ya fue notada anteriormente por Hannah Arendt, en un mundo que se llenaba de pronto de «personas desplazadas». Arendt recordaba la antigua y genuinamente profética frase de Edmund Burke que aseveraba que la abstracta desnudez de «ser nada más que humanos» constituía el mayor de los peligros de la humanidad. Los «derechos humanos», apuntaba Buike, son una abstracción, y los seres humanos difícilmente puedan esperar que esos «derechos» los protejan, a menos que la abstracción se concrete en los derechos efectivos de un inglés o de un francés. «El mundo no ha encontrado nada de sagrado en la abstracta desnudez de ser humano», así resumía Arendt la experiencia que siguió a las observaciones de Burke. «Los
Derechos del Hombre, supuestamente inalienables, demostraron ser algo que no fue posible obligar a cumplir […] cada vez que aparecieron personas que ya no eran
ciudadanos de ningún Estado soberano».
De hecho, los seres humanos dotados de «derechos humanos» y de nada más —
carentes de otros derechos más defendibles e institucionalmente arraigados, capaces de sostener a los derechos «humanos» en su lugar— no existen en ningún lado y son
prácticamente inimaginables. Obviamente fue necesaria una puissance, potenza, might, Macht o potestad social y por completo social que endosara la humanidad de los humanos. Y a lo largo de la era moderna, esa «potestad» resultó ser invariablemente la potestad de trazar un límite entre lo humano y lo inhumano, en la actualidad disfrazado de límite entre ciudadanos y extranjeros. En este mundo parcelado en Estados soberanos, los sin techo no tienen derechos, y no sufren por no ser iguales ante la ley, sino porque no hay ley que se aplique a ellos y a la que ellos puedan referirse a la hora de presentar sus quejas por el maltrato que reciben o reclamar su amparo.
En su ensayo sobre Karl Jaspers, compuesto algunos años después de Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt observaba que aunque para todas las generaciones precedentes la «humanidad» no había sido más que un concepto o un ideal (podríamos
agregar: un postulado filosófico, el sueño de los humanistas, a veces un grito de guerra, pero rara vez el principio organizador de la acción política), hoy se había convertido «en una urgente realidad». Se había transformado en un asunto de extrema urgencia debido a
que el impacto de Occidente no sólo había saturado al resto del mundo con sus productos y su desarrollo tecnológico, sino que también había exportado «sus procesos de desintegración», entre ellos el colapso de las creencias religiosas y metafísicas, el formidable avance de las ciencias naturales y el ascenso de la nación-estado como virtualmente la única forma de gobierno posible. Fuerzas que en Occidente habían necesitado cientos de años para «socavar las antiguas creencias y formas de vida políticas»,
«en el resto del mundo apenas necesitaron algunas décadas para hacer colapsar… otras creencias y estilos de vida».
Este tipo de unificación, sugiere Arendt, sólo podría producir una clase de «solidaridad humana» que es «enteramente negativa». Cada porción de la población humana del planeta se vuelve vulnerable a todas y cada una de las demás. Podría decirse que se trata de una «solidaridad» del peligro, de los riesgos y de los temores. La mayor parte del tiempo y en los pensamientos de la mayoría, la «unidad del planeta» se reduce a la idea de los horrores
que se gestan o incuban en las regiones más lejanas: «un mundo que nos alcanza y a la vez resulta inalcanzable».
Junto con el producto que se busca obtener, toda fábrica arroja desechos. La fábrica de la moderna soberanía territorial no fue la excepción.
Durante los doscientos años posteriores a la publicación de las reflexiones de Kant, el progresivo «llenado del mundo» (y en consecuencia, la voluntad de admitir que aquello que Kant consideró un veredicto inevitable e inapelable de la razón y la naturaleza era de hecho algo innegable) fue contraatacado con la ayuda de la diabólica trinidad de territorio, nación y Estado.
La nación-estado, observa Giorgio Agamben, es un Estado que hace del «natalicio o el nacimiento» la «piedra fundacional de su propia soberanía». «La ficción implícita en esto», señala Agamben, «es que el nacimiento [nascita] cobra inmediatamente existencia en tanto nación, de modo tal que no haya diferencia entre esos dos momentos». Uno, por así decirlo, nace dentro de la «ciudadanía del Estado».
Sobre la desnudez del recién nacido, aún no arropado con los arneses jurídico-legales, se construye y reconstruye perpetuamente el poder de soberanía del Estado, con la
asistencia de prácticas de inclusión/exclusión dirigidas a todos los otros aspirantes a la categoría de ciudadanos que caigan bajo su esfera de influencia. Podemos conjeturar que la
reducción del bios al zoë, que es para Agamben la esencia misma de la soberanía moderna (o también podríamos decir: la reducción del Leib, el cuerpo viviente-actante, al Korper, un
cuerpo sobre el que se puede accionar pero que no puede actuar) es la conclusión necesaria de haber hecho del nacimiento la única condición «natural» de acceso a una nacionalidad,
sin necesidad de responder preguntas o pasar exámenes.
Todos los demás aspirantes que puedan golpear a las puertas del Estado soberano para ser admitidos suelen ser sometidos primero a un ritual de desinvestidura. Como sugiere Victor Turner y según el modelo de tres pasos de los ritos de pasaje de Van Gennep, antes de que los recién llegados, que aspiran a un lugar social, tengan acceso (en caso de dárselos) a ese nuevo guardarropas donde están guardados los atavíos apropiados y
necesarios para ese lugar, deben ser desvestidos (no sólo metafórica sino literalmente) de todos los aparejos de su anterior condición. Deben estar durante un tiempo en estado de «desnudez social» y permanecer en cuarentena en un no-lugar, «entre y en el medio», en el
que no hay disponibles ni están permitidas las prendas con un significado social definido o aprobado. Un purgatorio intermedio en «ninguna parte» —que separa las parcelas en un
mundo fraccionado y concebido como sumatoria de lotes espacialmente separados—separa a su vez a los recién llegados de su nuevo espacio de pertenencia. De ser concedida,
la inclusión debe estar precedida de una exclusión radical.

Amor Líquido - Zygmunt BaumanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora