PRÓLOGO

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Ulrich, el héroe de la gran novela de Robert Musil, era —tal como lo anunciaba el título de
la obra— Der Mann once Eigenschafiem el hombre sin atributos. Al carecer de atributos propios, ya fueran heredados o adquiridos irreversiblemente y de manera definitiva, Ulrich debía desarrollar, por medio de su propio esfuerzo, cualquier atributo que pudiera haber
deseado poseer, empleando para ello su propia inteligencia e ingenio; pero sin garantías de
que esos atributos duraran indefinidamente en un mundo colmado de señales confusas,
con tendencia a cambiar rápidamente y de maneras imprevisibles. El héroe de este libro es Der Mann ohne Verwandtschaften, el hombre sin vínculos, y particularmente sin vínculos tan fijos y establecidos como solían ser las relaciones de
parentesco en la época de Ulrich. Por no tener vínculos inquebrantables y establecidos para siempre, el héroe de este libro —el habitante de nuestra moderna sociedad líquida— y sus
sucesores de hoy deben amarrar los lazos que prefieran usar como eslabón para ligarse con el resto del mundo humano, basándose exclusivamente en su propio esfuerzo y con la ayuda de sus propias habilidades y de su propia persistencia. Sueltos, deben conectarse…
Sin embargo, ninguna clase de conexión que pueda llenar el vacío dejado por los antiguos
vínculos ausentes tiene garantía de duración. De todos modos, esa conexión no debe estar bien anudada, para que sea posible desatarla rápidamente cuando las condiciones cambien… algo que en la modernidad líquida seguramente ocurrirá una y otra vez.
Este libro procura desentrañar, registrar y entender esa extraña fragilidad de los vínculos humanos, el sentimiento de inseguridad que esa fragilidad inspira y los deseos conflictivos que ese sentimiento despierta, provocando el impulso de estrechar los lazos, pero manteniéndolos al mismo tiempo flojos para poder desanudarlos.
Al carecer de la visión aguda, la riqueza de la paleta y la sutileza de la pincelada de Musil
—de hecho, cualquiera de esos exquisitos talentos que convirtieron a Der Mann ohne
Eigenschaften en el retrato definitivo del hombre moderno— tengo que limitarme a esbozar una carpeta llena de burdos bocetos fragmentarios en vez de pretender un retrato completo, y menos aún definitivo. Mi máxima aspiración es lograr un identikit, un
fotomontaje que puede contener tanto espacios vacíos como espacios llenos. E incluso esa
composición final será una tarea inconclusa, que los lectores deberán completar.

El héroe principal de este libro son las relaciones humanas. Los protagonistas de este volumen son hombres y mujeres, nuestros contemporáneos, desesperados al sentirse fácilmente descartables y abandonados a sus propios recursos, siempre ávidos de la
seguridad de la unión y de una mano servicial con la que puedan contar en los malos momentos, es decir, desesperados por «relacionarse». Sin embargo, desconfían todo el tiempo del «estar relacionados», y particularmente de estar relacionados «para siempre»,
por no hablar de «eternamente», porque temen que ese estado pueda convertirse en una carga y ocasionar tensiones que no se sienten capaces ni deseosos de soportar, y que pueden limitar severamente la libertad que necesitan —sí, usted lo ha adivinado— para relacionarse…
En nuestro mundo de rampante «individualizacion» las relaciones son una bendición a
medias. Oscilan entre un dulce sueño y una pesadilla, y no hay manera de decir en qué momento uno se convierte en la otra. Casi todo el tiempo ambos avatares cohabitan, aunque en niveles diferentes de conciencia. En un entorno de vida moderno, las relaciones suelen ser, quizá, las encarnaciones más comunes, intensas y profundas de la ambivalencia. Y por eso, podríamos argumentar, ocupan por decreto el centro de atención de los individuos líquidos modernos, que las colocan en el primer lugar de sus proyectos de vida.
Las «relaciones» son ahora el tema del momento y, ostensiblemente, el único juego que vale la pena jugar, a pesar de sus notorios riesgos. Algunos sociólogos, acostumbrados a
elaborar teorías a partir de las estadísticas de las encuestas y de convicciones de sentido
común, como las que registran esas estadísticas, se apresuran a concluir que sus contemporáneos están dispuestos a la amistad, a establecer vínculos, a la unión, a la comunidad. De hecho, sin embargo (como si se cumpliera la ley de Martin Heidegger, que
afirma que las cosas se revelan a la conciencia solamente por medio de la frustración que causan, arruinándose, desapareciendo, comportándose de manera inesperada o traicionando su propia naturaleza), la atención humana tiende a concentrarse actualmente en la satisfacción que se espera de las relaciones, precisamente porque no han resultado plena y verdaderamente satisfactorias; y si son satisfactorias, el precio de la satisfacción que producen suele considerarse excesivo e inaceptable. En su famoso experimento, Miller y Dollard observaron que sus ratas de laboratorio alcanzaban un pico de conmoción y agitación cuando «la adiance igualaba la abiance» es decir, cuando la amenaza de una
descarga eléctrica y la promesa de una comida apetitosa estaban perfectamente equilibradas…
No es raro que las «relaciones» sean uno de los motores principales del actual «boom
del counselling». Su grado de complejidad es tan denso, impenetrable y enigmático que un
individuo rara vez logra descifrarlo y desentrañarlo por sí solo. La agitación de las ratas de Miller y Dollard casi siempre se diluía en la inacción. La incapacidad de elegir entre
atracción y repulsión, entre esperanza y temor, desembocaba en la imposibilidad de actuar.
A diferencia de las ratas, los seres humanos que se encuentran en circunstancias semejantes pueden recurrir al auxilio de expertos consultores que ofrecen sus servicios a cambio de honorarios. Lo que esperan escuchar de boca de ellos es cómo lograr la cuadratura del círculo: cómo comerse la torta y conservarla al mismo tiempo, cómo
degustar las dulces delicias de las relaciones evitando los bocados más amargos y menos
tiernos; cómo lograr que la relación les confiera poder sin que la dependencia los debilite,
que los habilite sin condicionarlos, que los haga sentir plenos sin sobrecargarlos…
Los expertos están dispuestos a asesorar, seguros de que la demanda de asesoramiento
jamás se agotará, ya que no hay consejo posible que pueda hacer que un círculo se vuelva
cuadrado… Sus consejos abundan, aunque con frecuencia apenas logran que las prácticas
comunes asciendan al nivel del conocimiento generalizado, y este a su vez a la categoría de
teoría erudita y autorizada. Los agradecidos destinatarios del consejo revisan las columnas
sobre «relaciones» de los suplementos semanales o mensuales de los periódicos serios y
menos serios buscando escuchar de las personas «que saben» lo que siempre han querido escuchar, ya que son demasiado tímidos o pudorosos como para decirlo por sí mismos; de ese modo se enteran de las idas y venidas de «otros como ellos» y se consuelan como
pueden con la idea, respaldada por expertos, de que no están solos en sus solitarios
esfuerzos por enfrentar esa encrucijada.
A través de la experiencia de otros lectores, reciclada por los counsellors, los lectores se
enteran de que pueden intentar establecer «relaciones de bolsillo», que «se pueden sacar
en caso de necesidad», pero que también pueden volver a sepultarse en las profundidades
del bolsillo cuando ya no son necesarias. O de que las relaciones son como la Ribena: si se la bebe sin diluir, resulta nauseabunda y puede ser nociva para la salud… —al igual que la
Ribena, las relaciones deben diluirse para ser consumidas—. O de que las «parejas abiertas» son loables por ser «relaciones revolucionarias que han logrado hacer estallar la asfixiante burbuja de la pareja». O de que las relaciones, como los autos, deben ser sometidas regularmente a una revisión para determinar si pueden continuar funcionando.
En suma, se enteran de que el compromiso, y en particular el compromiso a largo plazo, es
una trampa que el empeño de «relacionarse» debe evitar a toda costa. Un consejero experto
informa a los lectores que «al comprometerse, por más que sea a medias, usted debe recordar que tal vez esté cerrándole la puerta a otras posibilidades amorosas que podrían ser más satisfactorias y gratificantes». Otro experto es aún más directo: «Las promesas de compromiso a largo plazo no tienen sentido… Al igual que otras inversiones, primero rinden y luego declinan». Y entonces, si usted quiere «relacionarse», será mejor que se
mantenga a distancia; si quiere que su relación sea plena, no se comprometa ni exija compromiso. Mantenga todas sus puertas abiertas permanentemente.
Si uno les preguntara, los habitantes de Leonia, una de las «ciudades invisibles» de Italo
Calvino, dirían que su pasión es «disfrutar de cosas nuevas y diferentes». De hecho, cada
mañana «estrenan ropa nueva, extraen de su refrigerador último modelo latas sin abrir, escuchando los últimos jingles que suenan desde una radio de última generación». Pero
cada mañana «los restos de la Leonia de ayer esperan el camión del basurero», y uno tiene
derecho a preguntarse si la verdadera pasión de los leonianos no será, en cambio, «el placer
de expulsar, descartar, limpiarse de una impureza recurrente». Si no es así, por qué será
que los barrenderos son «bienvenidos como ángeles», aun cuando su misión está «rodeada de un respetuoso silencio». Es comprensible: «una vez que las cosas han sido descartadas,
nadie quiere volver a pensar en ellas». Pensemos…
¿Los habitantes de nuestro moderno mundo líquido no son como los habitantes de Leonia, preocupados por una cosa mientras hablan de otra? Dicen que su deseo, su pasión, su propósito o su sueño es «relacionarse». Pero, en realidad, ¿no están más bien
preocupados por impedir que sus relaciones se cristalicen y se cuajen? ¿Buscan realmente
relaciones sostenidas, tal como dicen, o desean más que nada que esas relaciones sean ligeras y laxas, siguiendo el patrón de Richard Baxter, según el cual se supone que las riquezas deben «descansar sobre los hombros como un abrigo liviano» para poder
«deshacerse de ellas en cualquier momento»? En definitiva, ¿qué clase de consejo están buscando verdaderamente? ¿Cómo anudar la relación o cómo —por si acaso— deshacerla sin perjuicio y sin cargos de conciencia? No hay respuestas fáciles a esa pregunta, aunque es necesario formularla, y seguirá siendo formulada mientras los habitantes del moderno mundo líquido sigan debatiéndose bajo el peso abrumador de la tarea más ambivalente de las muchas que deben enfrentar cada día. Tal vez la idea misma de «relación» aumente la confusión. Por más arduamente que se esfuercen los desdichados buscadores de relaciones y sus consejeros, esa idea se resiste a ser despojada de sus connotaciones perturbadoras y aciagas. Sigue cargada de vagas amenazas y premoniciones sombrías: transmite simultáneamente los placeres de la unión y los horrores del encierro. Quizás por eso, más que transmitir su experiencia y expectativas en términos de «relacionarse» y «relaciones», la gente habla cada vez más (ayudada e inducida por consejeros expertos) de conexiones, de «conectarse» y «estar conectado». En vez de hablar de parejas, prefieren hablar de «redes». ¿Qué ventaja conlleva hablar de
«conexiones» en vez de «relaciones»? A diferencia de las «relaciones», el «parentesco», la «pareja» e ideas semejantes que
resaltan el compromiso mutuo y excluyen o soslayan a su opuesto, el descompromiso, la «red» representa una matriz que conecta y desconecta a la vez: la redes sólo son imaginables si ambas actividades no están habilitadas al mismo tiempo. En una red,
conectarse y desconectarse son elecciones igualmente legítimas, gozan del mismo estatus y
de igual importancia. ¡No tiene sentido preguntarse cuál de las dos actividades complementarias constituye «la esencia» de una red! «Red» sugiere momentos de «estar en contacto» intercalados con períodos de libre merodeo. En una red, las conexiones se
establecen a demanda, y pueden cortarse a voluntad. Una relación «indeseable pero indisoluble» es precisamente lo que hace que una «relación» sea tan riesgosa como parece. Sin embargo, una «conexión indeseable» es un oxímoron: las conexiones pueden ser y son disueltas mucho antes de que empiecen a ser detestables.
Las conexiones son «relaciones virtuales». A diferencia de las relaciones a la antigua
(por no hablar de las relaciones «comprometidas», y menos aún de los compromisos a largo plazo), parecen estar hechas a la medida del entorno de la moderna vida líquida, en la que se supone y espera que las «posibilidades románticas» (y no sólo las «románticas») fluctúen cada vez con mayor velocidad entre multitudes que no decrecen, desalojándose entre sí con la promesa «de ser más gratificante y satisfactoria» que las anteriores. A diferencia de las «verdaderas relaciones», las «relaciones virtuales» son de fácil acceso y salida. Parecen sensatas e higiénicas, fáciles de usar y amistosas con el usuario, cuando se las compara con la «cosa real», pesada, lenta, inerte y complicada. Un hombre de Bath, de 28 años, entrevistado en relación con la creciente popularidad de las citas por Internet en desmedro de los bares de solas y solos y las columnas de corazones solitarios, señaló una ventaja decisiva de la relación electrónica: «uno siempre puede oprimir la tecla “delete”». Como si obedecieran a la ley de Gresham, las relaciones virtuales (rebautizadas
«conexiones») establecen el modelo que rige a todas las otras relaciones. Eso no hace felices a los hombres y las mujeres que sucumben a esa presión; al menos no los hace más felices de lo que eran con las relaciones previrtuales. Algo se gana, algo se pierde. Tal como señaló Ralph Waldo Emerson, cuando uno patina sobre hielo fino, la salvación
es la velocidad. Cuando la calidad no nos da sostén, tendemos a buscar remedio en la
cantidad. Si el «compromiso no tiene sentido» y las relaciones ya no son confiables y difícilmente duren, nos inclinamos a cambiar la pareja por las redes. Sin embargo, una vez que alguien lo ha hecho, sentar cabeza se vuelve aún más difícil (y desalentador) que antes —ya que ahora carece de las habilidades que podrían hacer que la cosa funcionara—. Seguir en movimiento, antes un privilegio y un logro, se convierte ahora en obligación.
Mantener la velocidad, antes una aventura gozosa, se convierte en un deber agotador. Y sobre todo, la fea incertidumbre y la insoportable confusión que supuestamente la velocidad ahuyentaría, aún siguen allí. La facilidad que ofrecen el descompromiso y la ruptura a voluntad no reducen los riesgos, sino que tan sólo los distribuyen, junto con las
angustias que generan, de manera diferente.
Este libro está dedicado a los riesgos y angustias de vivir juntos, y separados, en nuestro
moderno mundo líquido.

Amor Líquido - Zygmunt BaumanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora