Capítulo 1

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Mediodía en la ciudad de Nobac, nublado. Las calles del barrio más marginal de la urbe no cobran vida hasta que el día muere en el horizonte y las farolas de electrobicho empiezan a encenderse. A esta hora del día lo único que puede escucharse son los pasos de Robert, caminando sin prisa mientras sus botas se mojan con los charcos de una calle en mal estado. Se mantiene pensativo, como siempre hace, incluso cuando hace ver que duerme igual que todo el mundo. Ha intentado conciliar el sueño durante tanto tiempo que no recuerda la última vez que durmió una noche entera. Está pensando en eso ahora mismo.

Mira la hora en su teléfono, las 12:26. Cree que llega tarde, pero su paso no acelera; no le importa mucho. Otro caso que la incompetente policía de Nobac no es capaz de resolver. Últimamente han abusado de su ayuda en los crímenes que se resisten mínimamente a ser resueltos, llamándole hasta para averiguar dónde se ha metido un carterista que no le importa a nadie. El tiempo que emplea en solucionar una tontería que las fuerzas del orden deberían tener bajo control por su nimiedad podría usarlo en problemas mucho mayores y de más urgencia, como desapariciones o asesinatos. No es como si el tiempo significase demasiado para Robert pero, como todo el mundo, se ha acostumbrado a medir prácticamente cualquier cosa de esta forma.

El vaho que cubre la ciudad por estas fechas acaricia suavemente el suelo que Robert pisa, como una capa de niebla baja que a duras penas oculta la desastrosa construcción de unas calles destinadas a toda esa parte de la ciudad que los publicistas omiten en los panfletos turísticos. Un suelo permanentemente húmedo por un muy mal sistema de alcantarillado, inundaciones anuales que han pasado a ser una fiesta de barrio de forma cínica y resentida. El peor barrio de Nobac fue diseñado para ser una cloaca de la civilización, un váter embozado de toda la escoria social que la ciudad no quiere cerca, un agujero donde tirar la basura ardiendo y no mirar después. Un suburbio lleno de enfermos, criminales, adictos, repudiados y, desde luego, hasta arriba de monstruos. En eso piensa ahora Robert, en como no podía haber escogido mejor lugar donde vivir. Este barrio era como él: decadente.

Semáforo en rojo. Robert vuelve a mirar su teléfono, 12:40 en el reloj sobre el fondo por defecto del dispositivo. Aún le queda media hora andando y le han pedido estar en comisaría para las 13:00 en punto. Los policías no comen, piensa. Mientras espera a que el semáforo vuelva a verde, mira los contactos de su teléfono mientras repasa las cicatrices de sus frías mejillas con la mano libre. 20 contactos, no reconoce la mitad de ellos; tampoco le importa mucho. El reloj del móvil apunta 12:43 y el semáforo sigue en rojo. Robert espera otros dos minutos, ningún cambio en el color del muñequito iluminado medio arrancado. Mirando a su alrededor mientras espera, se da cuenta de algo: es un semáforo semiautomático.

- Soy imbécil.

Robert pulsa con pesadez el botón para pedir que el señor estático de color rojo cambie a su antónimo dinámico y verde. Al cabo de otros dos minutos eternos en los que Robert se sigue preguntando por qué respeta las normas de tráfico en un barrio donde no circulan vehículos, el semáforo por fin le da paso para avanzar. Y aunque ya está bastante claro que no va a llegar a tiempo a comisaría, su velocidad es la misma. Cuando ya va por la mitad del paso de cebra, tan solo tiene medio segundo de tiempo para girarse y ver como un coche descontrolado le arrolla a toda velocidad.

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-Hmm...
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Robert abre los ojos y puede ver la inmensidad gris que es el cielo nublado. Recuerda el coche, el impacto; acaba de ocurrir. Se yergue lo suficiente para sentarse en medio del asfalto y se registra a si mismo. El móvil está hecho añicos, no va a poder llamar a una ambulancia con él. Una pena, pero la cajetilla de tabaco y el mechero están intactos. Menos mal. Antes de hacer nada, se enciende uno y le da una calada, ahí, tirado en medio de la carretera tras ser atropellado a 180 km/h. Mira a su alrededor, cigarro en mano: el coche ha quedado estampado violentamente contra el muro de un edificio. Robert se levanta, se sacude un poco la suciedad de la gabardina y se acerca tranquilamente al siniestro. No puede escuchar nada, ni un gemido o grito de dolor. Si el conductor estuviese bien ya habría salido a ver a quién había arrollado, y si no lo estuviese estaría gritando de dolor o pidiendo ayuda a voces. Que no se escuchase un solo ruido del interior del vehículo era mala señal. Robert apremia. Tiene algo de esperanza en que el conductor simplemente esté inconsciente. A veces se sorprende de lo positivo que puede llegar a ser.

Black RevolverDonde viven las historias. Descúbrelo ahora