Capítulo 4

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"¿Cuántos días llevamos aquí?" preguntó Callahan. En la embarrada trinchera solo podía oírse el rumor de los soldados, magullados y enfermos, olvidados por su país, su ejército, su base, sus familias. Cuando entrabas en el campo de batalla, ya no existías. En el gran plano de las cosas, solo fuiste una parte mínima de la guerra. Costaba diferenciar a los soldados vivos de los muertos. Los pocos que se movían estaban pasando comida, municiones o vendajes; no lo hacían por motivación. Nadie quería derrochar fuerzas. "Creo que llevamos cinco días en el mismo sitio", le respondió Robert. No sabían como estaba el enemigo allá en sus trincheras, pero no esperaban nada mejor que su situación. Callahan escuchó que solo quedaba un tercio de los suministros iniciales. ¿Cómo era posible? Tan solo llevaban cinco jornadas. Supuso que la mayoría se perdieron con la caída de bombas nada más llegar. Eso es todo lo que habían hecho: dispararse, resistir y pasar los otros cuatro días siguientes aguantando una posición que no parecía cambiar. Los aviones no llegaban, los refuerzos no parecían posibles, no tenían ni idea de como estaba todo al otro lado de la trinchera. ¿Se estarían muriendo de hambre los soldados enemigos de la misma forma que ellos? Pero lo importante era seguir respirando, seguir luchando, sobrevivir de cualquier forma. "Increíble, ¿eh?" dijo Callahan. "La primera vez que pisamos Europa y es para matarnos contra elfos alemanes", prosiguió. Los ojos verdes del joven posaron su mirada sobre la cansada vista de Robert. ¿Quién de ambos moriría primero? No recordaba a nadie esperando por su compañero, pero él tenía una esposa. Una esposa que tenía la certeza de no volver a ver jamás. "Oye Robert, si muero antes que tú, ¡hazme a la brasa y así no te mueres de hambre!" bromeó el muchacho. Robert parecía no escuchar a Callahan, no por desprecio, si no por cansancio. Empezaron a escuchar algunos disparos, provenientes de sus aliados. Se agarraron a sus armas. El caos volvió a reinar en el campo de batalla tan rápido como la lluvia en una selva. Los gritos de los soldados en pánico por un ataque sorpresa, las balas silbando por encima de sus cabezas, los cuerpos de sus aliados desplomándose con las ropas teñidas por su propia sangre. El infierno había vuelto tras cuatro días de descanso. Cuando los dos compañeros iban a mirar por encima de la trinchera, una granada de mano alemana cayó entre las piernas de Callahan.

Robert vuelve a la realidad. Ya está en casa, agarrando con fuerza el mango de la puerta, sudando sin parar. No recuerda como ha llegado a su hogar y no sabe cuánto tiempo lleva ahí plantado. Estos ataques se están haciendo cada vez más frecuentes y no le gusta; no le gusta poder recordar esos momentos. Para algo que desearía poder olvidar, es incapaz de hacerlo. Respira hondo como si hubiese aguantado el aliento todo el camino y cuando se recompone, mira a su alrededor. En la escalera que va al segundo piso del edificio hay una niña drow de piel violeta claro observándole mientras apoya la cabeza en sus manos, con expresión aburrida.

— Oye niña... ¿Cuánto... cuánto tiempo llevo aquí? — pregunta Robert, intentando no parecer nervioso ni intimidar a la chica.

La muchacha ladea la cabeza, como si no entendiese bien la pregunta. Pero responde.

— No sé señor. Creo que tres minutos.

Robert se seca el sudor frío de la frente y saca la llave de la puerta de su casa. Aún le tiembla la mano. Antes de entrar en su apartamento se gira a la niña drow y se lleva el dedo índice a los labios.

— No se lo digas a nadie, ¿vale? — dice, con el tono de voz más dulce que es capaz de hacer.

Antes de desaparecer tras la puerta, Robert puede ver como los ojos de la pequeña elfa oscura se iluminan de emoción, quizás por la alegría infantil de compartir un secreto con alguien, quizás por vivir al fin algo interesante en un aburrido día nublado.

Su apartamento. Su casa. Para él no es más que un lugar donde caer rendido. No ve nada especial en ese sitio y, aún así, siempre está deseoso de volver. Es un piso pequeño, perfecto para una o dos personas, con un dormitorio, un estudio, un baño, un salón-cocina y una sala despensa. Suficiente para Robert. En esta hora del día, la luz tenue de la tarde entra en la estancia principal del apartamento a través de la persiana. Siempre la deja bajada, cuando está en casa no quiere ver lo que pasa en la calle; para eso ya tiene el resto del tiempo. Un sofá, unas pocas mesas y un par de estanterías adornan esta estancia. Robert tiene un televisor, pero está roto y desconectado de la fuente eléctrica. Solo lo tiene para criar polvo. Tampoco veía nada cuando funcionaba, así que todavía no lo ha llevado a arreglar. En las estanterías guarda libros que ya ha leído y discos de música viejos que no tiene donde escuchar. El sofá, viejo y cedido, también aporta al constante ambiente depresivo de la casa de Robert. Aunque parezca que vaya a romperse cada vez que alguien se sienta, es un sofá sorprendentemente resistente y cómodo, de los que se hacían antes. Se deja caer en él pesadamente y al poco rato acaba por dormirse.

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