Barrios bajos, Ciudad Domino, Domingo 01 de Septiembre de 2019.
La mañana despuntaba haciendo que los rayos de sol despertaran a un joven de rubia cabellera porque las cortinas que cubrían la ventana de su cuarto estaban tan desgastadas que ya ni protegían de la luz matutina. Con un quejido empezó a abrir los ojos, frotándose estos con la mano en la que hasta hace unas horas mantenía sujeto el bolígrafo, notándose aquello en que ahora tenía marcas de tinta de haberlo sujetado por la punta en algún momento de la noche. Con un nuevo quejido se incorporó de la incómoda posición en la que había dormido, siendo que aún mantenía las piernas cruzadas. Al incorporarse notó una punzada de dolor en la zona de la cadera por aquello y por el peso extra del libro de historia. Miro este último con pereza antes de mirar la hora de su reloj de sobremesa.
- Ya es tarde... -apenas daban las diez de la mañana, pero para el rubio aquella hora ya era tarde a pesar de que no le tocaba turno en la imprenta para la que repartía los periódicos. No, era tarde porque sabía que en un rato cierta persona se despertaría como habituaba con una resaca del tamaño del monte Fuji.
Se levantó, acomodando todo su material escolar en la mesa que usaba como escritorio, la cual se había encontrado cerca de su casa, en un pequeño descampado y que él mismo había conseguido arreglar, retirándole las patas que ya estaban rotas y colocándole unos maderos de forma ingeniosa para que sujetase y no se moviera de forma alguna. Echó un vistazo alrededor, observando con desgana su habitación. Contaba con lo básico: la mesa escritorio, una silla, una mesita de noche que contaba con un cajón donde guardaba su mazo de cartas de Duelo de Monstruos, un par de postales de cuando sus amigos se habían ido de vacaciones con sus respectivas familias y un par de caramelos que tomaba por las noches cuando le dolía la cabeza. Un poco de azúcar siempre conseguía ayudarle, eso y el mantenerse entretenido chupándolo durante un rato. También contaba con un perchero, como esos que hay en las tiendas donde se cuelgan los abrigos, salido del mismo descampado de donde salió su escritorio. La poca ropa que tenía cabía en ese perchero lateral, y debajo se encontraban unas deportivas que tenía de repuesto para cuando las que usaba de forma habitual se le terminaran de romper. Además de que son las que utilizaba para la preparatoria, para que nadie se diera cuenta de la verdadera naturaleza de su realidad.
Una sonrisa triste se dibujó en sus labios al clavar la vista en un dibujo que había clavado en la pared detrás de la ropa, oculto a los ojos curiosos. Apartó una chaqueta para dejarlo al descubierto. Se trataba de un boceto en el que aparecía un estudiante sentado en un pupitre de su clase, dándole la espalda. Tenía el cabello corto, la chaqueta del uniforme se notaba que estaba bien abrochada porque el cuello estaba perfectamente elevado, rodeando el cuello sin apretarlo. En lo poco que se veía de mesa se podía ver la pantalla de un ordenador portátil, y sobre la mesa unos finos y largos dedos en los que se podía percibir el movimiento de estos. Joey se mordió el labio al recordar cuando hizo aquel dibujo, logrando que su sonrisa dejase atrás ese deje de tristeza para ser sustituido por una genuina sonrisa marca Wheeler.
Aún podía recordar el momento en el que lo hizo. Lo más gracioso es que no se dio cuenta en el momento que lo hizo hasta que lo vio terminado en su pupitre al terminar el primer periodo de clases unos días antes de que finalizara el curso. Ya habían terminado todas sus aventuras. Menuda locura de año. Después de todo lo vivido notó que había algo distinto, que miraba demasiado a ese engreído, y aquel dibujo fue la gota que colmó el vaso de lo extraño, incluso después de todo lo vivido nada le había preparado para aceptar lo que creía que estaba pasando por su mente. Irónico, si se paraba a pensar en esa frase.
Con el ánimo algo mejor, y dándole un último vistazo a aquel dibujo antes de taparlo nuevamente con su ropa, salió de su habitación, escuchando atentamente por si lograba distinguir algún ruido que le pusiera alerta. No debía confiarse. Bajó con tranquilidad hasta la cocina y se puso a rebuscar en la nevera, sacando lo poco que había comestible en su interior para poder preparar el desayuno tanto para él como para su padre. Una vez terminado, dejó una generosa cantidad apartada para aquél que aún dormía en su habitación. El rubio pensó que seguramente seguiría durmiendo otro rato, pues anoche llegó muy tarde a casa, lo que se podía traducir por una noche desenfrenada y llena de vicios. Con un suspiro quedo se sentó a la mesa y comió tranquilamente su desayuno: huevos revueltos, un poco de arroz cocido y un zumo de naranja de bote.

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TERMINAL
RomanceLa vida no es fácil, y menos para quien sabe que la suya tiene fecha de caducidad. Esta historia la estoy subiendo también en amor-yaoi como Kidah