capítulo uno

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Él no siempre fue de esta forma.

Hubo un tiempo en el que Gabriel había triturado números como un contador contratado en Smith, Wheeler y Hayes, con su propia oficina y —más importante— una impresora que no tenía que compartir. Había manejado un Taurus azul. Depositaba el cinco por ciento de sus ganancias a su fondo de retiro y había planeado pagar la hipoteca de su departamento estilo desván una década antes.

Huiendo los hombros mientras corría a toda prisa por el callejón lleno de botes de basura, parpadeó ante la lluvia en sus ojos y apartó el empapado cabello de la cara.

Hubo un tiempo, que él había sido normal.

Un humano cualquiera.

Ya no más.

Gabriel barrió la calle con una asesina mirada antes de girarse hacia otra pequeña calle trasera parcialmente bloqueada por llenos botes de basura. Estaba oscuro pero sus recientes ojos sobrenaturales veían mejor en la oscuridad. El olfato también le había mejorado. Su nariz se arrugó ante el olor de comida podrida y dios solo sabe qué más de los restaurantes de comida china que estaban sobre el callejón del hoyo por el que se escapaba. La peste alteraba sus sobre-estimulados sentidos como un cuchillo afilado, tanto que él casi abandona su más reciente santuario la primera noche. Pero si su estómago se alteraba por los olores que irritaban sus ojos, sería peor para los otros. Ellos no podrían permanecer aquí.

Su Amo no podría encontrarlo.

Gabriel se metió entre un montón de botes grises y la desnuda basura de un camión. Se inclinó en el pequeño espacio, haciendo a un lado el cartón que usaba para esconder la quebrada ventana. Gabriel era un hombre pequeño, solo un metro sesenta y ocho, y había perdido tanta grasa que su piel estaba pegada a sus huesos por vivir semanas en la calle. Pero aun así entrar al edificio a través de la ventana quebrada no era fácil. Sacó el aire de los pulmones, giró los hombros, movió sus caderas…

Empujó su cuerpo al suave piso del sótano del otro lado. Se rodó, se colocó en cuclillas y se congeló. Escuchando. La basura ocultaba cualquier olor que pudiera ser peligroso por lo que Gabriel hacía uso de su oído en ese pozo del infierno. Pero la lluvia enmascaraba todo.

Frío y empapado, se estremeció esperando por una señal que le revelara lo que sucedía.

No esperaba eso. En esas condiciones era como un ciego.

Era casi como ser un humano de nuevo.

Se estremeció al recordar el miedo, pero se controló y se puso de pie. No dejaría que el miedo lo rigiera. Si había atravesado todo lo que le había sucedido, qué más le podría suceder… No, era mejor no pensar en eso. Seguir moviéndose.
Tenía que seguir moviéndose.

Se arrastró hacia el incinerador, aventurándose fuera de su protección. Un destello de piel del tamaño de un gato doméstico a su izquierda pudo haberle parecido asqueroso hace un par de meses pero ahora notó lo listo que estaba de descubrir carne fresca. Solo si tenía que hacerlo. La mayoría de las noches, había preferido seguir con hambre. Usaba más de la preciosa energía almacenada en su cuerpo cazando al pequeño bastardo que lo que ganaría cuando —si— lo atrapaba. Cazar lo hacía más débil no más fuerte. Solo otra cosa que agregar a su Lista de ‘apestas como werelobo’.

Dios, estaba cansado de tener hambre.

Llegando a la madera que había usado como puerta Gabriel se deslizó al interior antes de arrastrarse tras la maldita rata.

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