El acantilado

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Ella me quería. No dejaba de decírmelo cada vez que podía y yo le sonreía cuando lo hacía. Nos llevábamos muy bien. Dábamos largos paseos por la Costa Verde y nos abrazábamos contemplando aquel mar invernal que tanto le gustaba. De cuando en cuando nos sentábamos en alguna banca, y ella me hacía sentir lo dulce de sus labios mientras yo le acariciaba los cabellos con suavidad. En ocasiones, divisábamos a los arriesgados hombres que saltaban al acantilado con sus parapentes y nos preguntábamos si nosotros seríamos capaces de hacer lo mismo y surcar el cielo como hacían ellos. Sólo lo haría si me acompañaras, me decía. Yo le contestaba que aunque me ofrecieran lanzarme con Cristo no me atrevería. Ella reía con mi respuesta y me tildaba de cobarde, entonces se acercaba una vez más a mi boca y me decía que me quería mucho, a pesar de mi cobardía. Terminábamos el paseo en un restaurante cercano y degustábamos los postres que ella sugería.

   Las horas que pasábamos juntos nos parecían cortas y siempre teníamos la sensación de que el tiempo nos jugaba malas pasadas. Quizás por eso ella me pidió que la buscara a su casa más a menudo y que la llamara con mayor frecuencia. Le hice caso porque me gustaba complacerla, porque me gustaba verla siempre feliz, con esa sonrisa que tanto me deleitaba. A medida que transcurrían los meses pasábamos más tiempo juntos y mentiría si dijera que teníamos problemas.

   Hasta que un día, en uno de nuestros paseos, ella me susurró al oído algo que me impactó profundamente. Mientras contemplábamos la profundidad del acantilado desde un pequeño muro, me dijo que me amaba, que estaba segura de eso y que nunca se separaría de mí. Yo no supe qué contestarle. Me limité a mantener la mirada dirigida hacia el vacío y a dejarme abrazar y besar por ella. Después de ese día no la volví a buscar nunca más. Evadí todos sus intentos por comunicarse conmigo. No podía permitir que ella me convirtiera en la columna principal de aquel edificio en construcción que era su vida, no podía permitir que me convirtiera en su máximo apoyo. Pero también la dejé por mí. Si bien era cierto que ella me ofrecía un camino compartido, empedrado con su autentico cariño y sobre todo con su amor, también era igual de cierto que una vez dentro de aquel camino no habría podido salir de él. La sola idea de tener que tomar la decisión definitiva y de renunciar así, a los muchos otros caminos que podrían aparecer a lo largo de mi vida, me aterró. No podía dar el salto en ese momento, no podía.

   Todavía hoy no creo estar preparado para dar ese salto. A veces, en mis pequeños periodos de melancolía, la recuerdo a ella y recuerdo el día que me dijo que me amaba. Incluso llego a preguntarme si hice mal rechazando lo que me ofrecía. Es entonces cuando voy hasta el acantilado y veo el abismo. Su profundidad y su vacío me convencen de que hice bien. Todavía no estoy listo para dar ese salto, quizás nunca lo esté; puede que ese sea el motivo por el que también haya rechazado algunos caminos que me ofrecieron otras personas a lo largo de este tiempo. Sólo tengo una vida y no quiero saltar tan pronto. No sé si alguna vez llegue a hacerlo, pero al menos sé que de este lado del muro estoy seguro.

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